Manuel Martínez Sospedra | 13 de abril de 2018
Dejémonos de cuentos populistas y digamos la verdad: la política es cara. Y una democracia constitucional, como la nuestra, lo es aún más. A espaldas de esa realidad, toda nuestra sociedad viene operando como si la política fuere barata, cuando no gratuita y, además, acepta sin pestañear comentarios derogatorios sobre los privilegios de los políticos, privilegios que, con frecuencia, solo existen en la imaginación de los críticos. Por su parte, nuestros políticos, conscientes como son de la existencia de una crisis de representación que los debilita, siguen la corriente de la opinión pública cuando del debate público se trata y obran como la necesidad impone cuando ello resulta necesario. El resultado: los problemas que se ocultan no se resuelven merced a la hipocresía institucional. Veamos.
#Galería Los 'padres' de la #Constitución Rodríguez de Miñón, Pérez-Llorca y Roca i Junyent han comparecido en la primera sesión de la Comisión sobre evaluación y modernización del #EstadoAutonómico ?https://t.co/ztf0egCnqw pic.twitter.com/bJJfyUoKxU
— Congreso (@Congreso_Es) January 10, 2018
Primero. Hace unas semanas, comparecieron ante una comisión del Congreso los padres de la Constitución aún entre nosotros. Un comentario generalizado de los periodistas comportaba un juicio comparativo demoledor: la calidad de los retirados era muy superior a la de los políticos en activo. Y lo que se dijo de los diputados del Congreso es extensivo a los miembros del Gobierno, a los diputados autonómicos, a los miembros de los ejecutivos regionales, etc. Aunque hay más motivos que permiten entender esa realidad, hay uno que es crucial y no se menciona: pagamos mal y apoyamos peor. La Administración española se caracteriza, entre otras cosas, porque paga igual o mejor que el sector privado los puestos de baja cualificación, pero paga peor, o mucho peor que el sector privado los puestos que exigen cualificaciones altas. Exactamente el mismo patrón se aplica a los gobernantes. Podemos quejarnos, por ejemplo, del hecho de que en el Congreso no haya empresarios, ni profesionales liberales de prestigio, ni altos funcionarios, que sean escasos los profesores universitarios, etc. o de que nuestras Asambleas estén nutridas mayoritariamente por políticos profesionales sin otra profesión conocida y funcionarios del Grupo B o inferiores. No es de extrañar, eso es lo que pagamos.
Me permito aportar mi experiencia: cuando accedí al Senado descubrí que, en teoría, mis ingresos eran superiores a los propios de mi plaza en la UVEG (Universitat de Valencia), pero la realidad, malvada ella, me demostró enseguida que mis gastos también eran muy superiores a los que tenía en mi condición de ciudadano privado, de tal modo que, si bien es ampliamente conocido que la docencia no es una profesión especialmente bien pagada, a fin de mes mis ingresos eran algo menores que los que percibía de la Universitat. Y en el cambio había perdido mi privacidad y debía asumir la carga de vivir veinte días al mes fuera de mi casa y lejos de mi familia. En su día, alguien me dijo: ¿y el prestigio? Mi respuesta fue simple: con el prestigio no se compra en los supermercados.
Tres tópicos electorales falsos . Incorrecciones que pueden generar problemas democráticos
Si pagamos mal y el apoyo que damos es escaso o nulo (en España no existe la figura de la oficina del diputado en el distrito, por ejemplo) no debe extrañarnos que, a la larga, sea cada vez más difícil obtener personal cualificado para cargos públicos. Si pagamos tres mil euros netos al mes, obtendremos diputados de hasta tres mil euros al mes, no los pidamos de cinco mil, porque no los tendremos. Y, en efecto, no los tenemos.
Segunda. Lo mismo sucede en los gobiernos. Así, vivimos en un país en el que un secretario de Estado gana más que el presidente del Gobierno y un ejecutivo de una empresa de tamaño medio gana bastante más que el primero. Y en el que los ministros no tienen pagas extraordinarias. En condiciones así no debe extrañar el viejo chiste ministerial: los secretarios ganan más que nosotros porque ellos tienen que saber, cosa que a nosotros no se nos exige. ¿A ustedes les parece lógico que el cargo público de mayor sueldo de España sea un presidente de diputación provincial? Pues eso. En estas condiciones no debe extrañar que, en no pocas ocasiones, sea difícil obtener buenos candidatos para puestos de responsabilidad, e incluso que alguna vez haya habido necesidad de contratar a una firma de “cazadores de cabezas” para proveer puestos en el área económica. La señora Thatcher tenía razón: si la Corona no paga igual o mejor que el sector privado, no tendrá el personal cualificado que el servicio público exige y el interés del país no será bien servido. Pero para decirlo en público hay que tener cosas que, en el mundo de nuestra política, casi nadie tiene. Legitimidad, por ejemplo.
Tercero. La democracia es cara porque las elecciones lo son. Como nuestros partidos tienen una escasa afiliación efectiva (porque los afiliados pintan poco en el partido), obtener de ellos el trabajo político honorario y los donativos para costear la campaña electoral es en extremo difícil y lo que los afiliados no hacen y es necesario hacer hay que pagarlo. Si uno tiene la malvada curiosidad de leer el informe de fiscalización del Tribunal de Cuentas sobre los gastos de la anterior campaña electoral, descubrirá cosas muy curiosas. Por ejemplo: hay un tope máximo de gasto que ningún partido puede exceder y que se ubica algo por encima de los 17 millones de euros. Los cuatro partidos principales nos sorprenden con el dato de que, según sus cuentas, ninguno ha superado el techo de gasto. ¿Hay alguien que crea que con solo 17 millones es posible financiar los gastos de las campañas electorales realmente existentes? Es más, tradicionalmente, la más costosa de las operaciones electorales es el mailing, el envío de sobres y papeletas al domicilio del elector. El efecto postal correspondiente: sobre contenedor, dos sobres electorales, carta de ordenador y/o tríptico de colorines, papeleta del Congreso, papeleta del Senado y tarifa postal preferencial costaban oficialmente de media en la década pasada del orden de 0,25 euros/efecto. La ley otorga una subvención de 0,18 euros/efecto en 2016 y, ¡ gloria y honor a los contables! Resulta que el coste medio del efecto en las anteriores legislativas se sitúa en 0,12 en el caso de Ciudadanos, en el 0,15 en el caso del PSOE, en el 0,17 en el caso del PP y en el 0,19 en el caso del PNV. En este último caso, el coste medio del efecto ha pasado de 0,52 euros en 2004 a 0,19 euros en 2016. ¿Alguien se lo cree?
La realización de un mailing único supondría un ahorro importante en los costes de las campañas electorales y mejora la información disponible para los ciudadanos #ReformaElectoral pic.twitter.com/YJbI4x6yaE
— Ciudadanos (@CiudadanosCs) February 14, 2018
Entiéndase bien, no es que nuestras campañas electorales sean caras, más bien todo lo contrario. En comparación con los países de nuestro entorno, o con las repúblicas hermanas del otro lado del mar, nuestras elecciones parecen compradas en una tienda de chinos cuando la tienda liquida saldos. Lo que sucede más bien es que, en aras de una opinión pública mal informada, entre otras cosas porque nadie le informa, se han fijado limites ficticios y estos, precisamente porque lo son, no pueden resistir el choque con la realidad.
Cabe una objeción: pagar mejor, ¿nos asegura mejores partidos y mejores políticos? La respuesta indudable es: no. Pero ello no empece a que si no pagamos mejor no podremos tener ni mejores partidos ni mejores políticos. Pretender que una democracia constitucional funcione adecuadamente, merced al franciscanismo de sus cuadros, puede sostenerse con carácter puntual y en una coyuntura extraordinaria (en 1977/78, por ejemplo), pero a la larga resulta impracticable. De la democracia barata cabe decir algo parecido a lo que decía Diego Muñoz-Torrero de la libertad de prensa con censura: podrá ser el sueño de un hombre honrado, pero siempre será un sueño.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.