MANUEL SÁNCHEZ CÁNOVAS | 20 de enero de 2018
Mientras el Reino Unido sale o no de la Unión Europea, su economía crece aún a ritmos respetables (en torno al 2%) y el cambio de la libra ha aguantado. Está por debajo de los altos niveles prerreferéndum del brexit de 2016, a 1,40 euros por libra, cuando estaba altamente sobrevaluada. A mediados de enero de 2018, está en torno a los 1,15 euros por libra, es decir, a niveles de 2013. El desempleo está en mínimos históricos (4,3%) y las presiones inflacionistas, aunque afectadas por los tipos de cambio post brexit, no están fuera de control (3,1%). Además, la caída de la libra ha acarreado un aumento de exportaciones hacia la misma Unión Europea, reduciéndose las exportaciones fuera de la Unión: más cerca que nunca de Europa, aunque más lejos y con la balanza de pagos en perpetuos números rojos.
Entretanto, los cines se llenan de relatos sobre la Historia del Reino Unido en el siglo XX, ya que el brexit estaría resultando un larguísimo culebrón sin final aparente, aunque el mismo espectáculo que concita mantiene a este país en el candelero internacional. En principio, pareciera que el Reino Unido fuera a quedar más o menos dentro de Europa pero fuera de la Unión, algo impredecible ante las disensiones en el Partido Conservador.
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Así, Dunkerque, El instante más oscuro o Churchill son las películas británicas más importantes del año en las pantallas españolas. Las tres primeras ensalzan el rol clave, heroico, del Reino Unido en la Segunda Guerra Mundial: un país asediado, que resistiría obcecadamente hasta el último momento a los embates de Adolf Hitler. Las dos últimas escenificarían la visión de Winston Churchill, contra viento y marea, contra las fuerzas reaccionarias de la Europa continental.
Es, pues, esa visión de la Gran Bretaña «heroica» la que nos encontramos, transmisora de visiones cuestionables, ya cuestionadas por la misma prensa británica. Una Gran Bretaña idealizada y distanciada de los asuntos continentales, los de una Europa en un pasado conflictiva, convulsa, supuestamente demasiado diversa e impredecible o incluso primitiva, que no se corresponde mecánicamente con la realidad actual. Sería este el Reino Unido de las reticencias tradicionales para con la pérdida de soberanía británica y la integración en la Unión Europea, las del mismo Churchill, cuyas palabras habrían sido distorsionadas, adrede, por los partidarios del brexit. Superproducciones de alta calidad, elaboradas por la misma y potentísima industria británica, capaz de distorsionar relatos a conveniencia del interés nacional. Tenemos, pues, brexit hasta en la sopa y no solo en el cine: la City de Londres estaría echando mano de las cadenas de televisión británicas, sus grandes periódicos y agencias de noticias internacionales, para que el Reino Unido siga siendo relevante, al margen de Europa: para la inversión internacional (que quedaría fuera de la Unión con el brexit), como destino turístico o que aumenten sus exportaciones.
En suma, lo que sugiere este gran despliegue de medios post brexit es una gigantesca operación de imagen de la Gran Bretaña. El brexit se entiende como una grandísima metedura de pata, la de los mismos británicos: el Reino Unido precisaría, pues, de todo el charme posible, todo su poder blando, en el que destacan sus industrias punteras, para recuperar su vituperada reputación internacional: telecomunicaciones, cine, marketing, información económica y medios de comunicación. El Reino Unido queda, pues, a merced de la intensidad de su propio populismo, orgullo y exceso de confianza: lo que sí ha traído el brexit es un incremento, notable, de las agresiones racistas a ciudadanos de la Unión que trabajan en el Reino Unido.
Algún responsable del Ministerio de Asuntos Exteriores británico llegó a afirmar que si la BBC desapareciera, el Reino Unido desaparecería del mapa. Por la misma razón, si el Reino Unido saliera de la Unión Europea, perdería no solo su menguado «capital reputacional», sino su capacidad para influir políticamente en el plano europeo e internacional. Ni la City de Londres quería el brexit; ni David Cameron quería el brexit; ni lo quería ni quiere la primera ministra, Theresa May, quien mantiene una resistencia, verdaderamente feroz, contra el ala pro brexit de su propio Partido Conservador, en la persona de Boris Johnson, su ministro de Asuntos Exteriores.
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A los pro brexit les quedan las grandísimas dificultades del divorcio. Entre otras, las compensaciones a la Unión Europea, cuyo acuerdo desautorizaron convenientemente en el último momento, dejando a May en ridículo frente a la Unión hace semanas: ecos del vergonzoso «cheque británico», otrora negociado por Margaret Thatcher; los grandes problemas legislativos y de duplicidad de funciones administrativas (aduaneros, política comercial y otros), consecuencia de las políticas comunes delegadas a Bruselas y de las directivas comunitarias asumidas; las tensiones en Irlanda del Norte, donde se votó a favor del remain, dejando en suspenso una solución sobre la frontera con la Irlanda del Sur. De ahí otra película británica de 2017, en la misma línea post brexit, producto surrealista sobre Irlanda: El viaje, sobre una posible conversación entre el líder irlandés, unionista y protestante, Ian Paisley, y Martin McGuiness, líder católico del IRA en el que el director otorga al Gobierno británico de Tony Blair un rol completamente ficticio, que habría contribuido al éxito de las conversaciones de paz.
En conclusión, como pocos se imaginaban que el brexit pudiera ocurrir, no hay plan B para llevarlo a cabo. Y, entretanto, la mejor forma de abordar un problema complejo sin solución inmediata sería ir sacando partido del día a día mientras Reino Unido siga en la Unión, como si no estuviera ocurriendo. ¿Es posible un «brexit sin brexit«? Ya les gustaría a los de Whitehall, así no habría que echarse atrás y dar el brazo a torcer, limitado por la tradicional tozudez y orgullo británicos.
Con todo, cualquiera que fuera la integración del Reino Unido y la libertad de movimiento de capitales, mercancías y trabajadores en una posible futura Zona de Libre Comercio en la Unión, al estilo noruego o suizo, el Reino Unido saldría perdiendo influencia en Bruselas, ya que dejaría de determinar las políticas que, directa o indirectamente, afectan la salud económica y seguridad de las Islas Británicas. Sin olvidar Gibraltar, con su fraude fiscal y contrabando, que afectan directamente a España.