Antonio Martín Puerta | 10 de febrero de 2017
Occidente vuelve a sentir la presencia de ciertos grupos situados al margen del sistema. El modelo socialdemócrata parece caduco y se antoja necesario tomar medidas urgentes antes de que un acontecimiento inesperado pueda convertir la sospecha en realidad.
A casi noventa años de la aparición en 1930 de La rebelión de las masas, la célebre obra de José Ortega y Gasset, una sospecha vuelve a recorrer Occidente. El evidente distanciamiento de no pocos frente a la construcción vigente desde el fin de la segunda contienda mundial plantea una seria cuestión: ¿irrumpirán nuevas fuerzas, ya esbozadas pero quizá aún no del todo conformadas, que produzcan un vuelco o una variación drástica del sistema? ¿Será éste capaz de pervivir en las que han sido sus formas dominantes desde 1945? ¿Logrará el sistema imperante integrar las nuevas corrientes, o estas cuentan ya con un subsuelo reactivo más extenso de lo que aparentan?
Por supuesto el discurso político oficial, sea cual sea el régimen, siempre incluye dos afirmaciones: la de que el modelo actual es el mejor de la Historia de la Humanidad, y que es vano intentar sustituirlo. Nada nuevo en ello, pues los paisajistas de régimen siempre crean las correspondientes imágenes idílicas sobre él. Recordemos al pintor Hubert Robert, nombrado en 1788 para reproducir en sus deliciosos cuadros la imaginería propia de un Ancien Régime que jamás tuvo dudas sobre su perennidad, pero…
Volviendo a Ortega, una previa y necesaria observación es que no le divierte en absoluto que la masa se desmande, pero constata que ha cambiado su psicología y ni ya reconoce superioridades ni en nada admite lecciones. Y en lo político percibe el autor con obvia molestia y desdén que el mundo creado por los liberales, sustitutivo del sistema secular, era considerado por las nuevas masas, crecientemente incontroladas, como un segundo Ancien Régime que estaban dispuestas a pisotear. Por supuesto de la forma más desconsiderada.
Los jóvenes ven a los partidos clásicos como al abuelo que ofrece argumentos que no les interesan. Abuelo en querella con el otro abuelo, ambos habiéndoles dejado en herencia una deuda monumental
¿Por qué parecen surgir en Occidente otra vez masas que políticamente el establishment no controla? ¿Tendrán razones para plantearse alternativas hasta hace poco insospechadas? Gustará o no, pero tanto lo sucedido en las recientes elecciones de Estados Unidos, como las tendencias que se observan en Francia, Italia, Alemania y Austria o en España -en dirección opuesta, para variar-, no son ya cuestiones marginales. Lo que debería llevar a analizar las causas de tales reacciones. Ello más allá de identificar a sus protagonistas con fenecidos personajes y formatos históricos de los años treinta.
La realidad es que el modelo socialdemócrata -ya lo administren conservadores o progresistas- no genera hoy entusiasmos delirantes. Y eso que, al menos, la administración conservadora del sistema le ha dado una cierta continuidad, mostrando un mínimo rigor frente a una izquierda manirrota e irresponsable que ha dejado a su propia creación al borde del colapso. Mientras, boquiabierta, la izquierda del sistema ni siquiera llega a entender la causa de que los partidos socialistas históricos europeos tengan las mayores dificultades para alcanzar un veinte por ciento de votos. Al fin ni los conservadores están contentos administrando un modelo que en el fondo no perciben como suyo -pregúntese a sus votantes-, ni al socialismo le queda mucho más que retórica y propuestas derivadas de las formas más extremas del relativismo moral.
Aparecen así alternativas, al no esperarse de los administradores que puedan garantizar lo que se esperaba del sistema. Entre otros asuntos no menores: ni las pensiones, ni el empleo, ni un lugar para los jóvenes. Eso en España, porque en otros lugares hasta se teme la desaparición de las formas culturales propias ante una masa humana, nunca del todo integrada -y con pocos deseos de integrarse en no pocos casos-, que mantiene otros valores y una religión que no está precisamente en el origen de la democracia ni de las libertades civiles de Occidente.
Mientras los jóvenes, cuestión central, ven a los partidos clásicos como al abuelo que ofrece argumentos que no les interesan. Abuelo en querella con el otro abuelo, ambos habiéndoles dejado en herencia una deuda monumental, que de forma insolidaria han trasladado a las generaciones futuras. A los beneficiarios políticos de tal disgusto se les llama ahora populistas, como si ellos -a izquierda o derecha- fueran monopolistas únicos en el uso de argumentos gruesos, camelancias diversas, promesas imposibles y venta de productos deteriorados. Aunque sí puedan distinguirse en un cierto tono histriónico, insolente o desafiante, con aires de ruptura frente a lo que ha sido la etiqueta del régimen.
Ni los conservadores están contentos administrando un modelo que en el fondo no perciben como suyo, ni al socialismo le queda mucho más que retórica y propuestas derivadas de las formas más extremas del relativismo moral
En realidad lo que pase en España, de nuevo, seguramente tenga poca repercusión salvo para ella misma. Los países centrales de Europa han sido y son Francia y Alemania, y por tanto ése es el espacio en que se disputa el futuro. Pero donde podría volver a suceder lo que Salvador de Madariaga comenta con respecto a Ortega: “Apenas lanzada su campaña para europeizar a España, se le volvió loca la modelo”.
El libro de Ortega no pudo ser más profético: empezó a publicarse en El Sol en 1929, año de la hecatombe del liberalismo económico, seguido del triunfo de los totalitarismos. Stefan Zweig en El mundo de ayer -nostálgico de la estable época liberal- comenta con pánico: “Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan sólo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno”.
Aún se puede estar a tiempo. Lo que propiamente hay, de momento, es un distanciamiento de una parte ya notable de una masa que se siente -justamente o no, ese es otro asunto- desatendida y sin expectativas. Mas siendo reales y acuciantes los problemas, no pocos juzgan que sólo se ofrecen palabras, pocos hechos, el quítate tú que me pongo yo y líderes poco convincentes. Mientras una cuestión primordial, la disminución de tamaño de un estado que absorbe a la sociedad -ya Ortega alertaba sobre el asunto- es constantemente eludida por los administradores del sistema, pues les perjudica a ellos y a sus clientelas.
Todavía es tiempo de soluciones que aún pueden acometerse y la falta de entusiasmo de las gentes no significa desafección generalizada. Pero un hecho fortuito o inesperado, de los que la historia está llena, como fue en su día la crisis de 1929 -o ahora un atentado brutal, una nueva quiebra económica, un impago de pensiones-, podría hacer que el proceso de separación de las masas se vuelva a transformar en una nueva rebelión.
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