Julián Vara | 06 de noviembre de 2018
La blasfemia en Irlanda ha dejado de ser un problema. O, al menos, así lo ha considerado el Gobierno irlandés, que el pasado viernes 26 de octubre, y coincidiendo con las elecciones presidenciales, sometió a referéndum (y sacó adelante) la derogación de un artículo de su Constitución que la tipificaba como delito y, por tanto, sometida a sanción. Lo cierto es que el artículo no había sido aplicado desde hacía más de 100 años. Sin embargo, y esto es lo interesante, una Constitución que penaliza «la expresión injuriosa contra alguien o algo sagrado» (tal y como recoge el diccionario de la RAE) era una anormalidad “obsoleta”; no solo a los ojos del Gobierno irlandés, del que partió la iniciativa del referéndum, sino también de la misma Conferencia Episcopal Irlandesa, que aconsejó el voto a favor de la derogación. Y por eso, nos preguntamos, ¿cuál es el problema con la blasfemia en Irlanda?
Respuesta a Luz Sánchez-Mellado y a su defensa de las blasfemias de Willy Toledo
Vale la pena señalar, como es obvio, que penalizar la blasfemia no busca proteger el honor de Dios, que no necesita protección, sino el sentimiento religioso de los creyentes, para los que el respeto hacia sus creencias más queridas sí debiera ser un bien digno de protección jurídica. Al menos así se ha entendido siempre en la tradición occidental, que vio nacer en su seno la libertad, precisamente a partir del público reconocimiento de una esfera de la persona que estaba exenta de ordenación política. La libertad religiosa, que se encuentra en el origen de la libertad política, nace precisamente de ahí, de sustraer la dimensión religiosa de la persona del poder político y permitirle un espacio público de aparición protegido: «Ubi fides, ibi libertas«, decía san Ambrosio.
El hecho coincide en el tiempo con la feliz noticia de que Asia Bibi, que precisamente había sido condenada a muerte en Paquistán por delito de blasfemia, ha sido absuelta. Y, por paradójico que resulte, el problema de la blasfemia en Irlanda (y su derogación) y el problema de la persecución religiosa en los países islámicos es de la misma naturaleza: la expulsión de la fe cristiana de la vida pública y el monopolio de la vida religiosa por parte del poder político. En un caso mediante su persecución explícita, en otro mediante la legitimación de su escarnio público. Porque es de esto de lo que se trata en último extremo, y nuestra ceguera para reconocerlo es parte de nuestro problema.
Valga como prueba la apelación que la Conferencia Episcopal Irlandesa hacía del respeto a la libertad religiosa, al tiempo que invitaba a votar contra uno de los mecanismos jurídicos de su custodia, y que es un elocuente ejemplo de hasta qué punto los cristianos europeos somos rehenes de la mentalidad postsecular.
La detención de Willy Toledo, una hipócrita jugada del laicismo en modo ‘celebrity’
Me viene a la memoria una anécdota que refiere Mary Ann Glendon, profesora de Derecho en Harvard y primera mujer que ocupó la presidencia de la Pontificia Académica de Ciencias Sociales. En los años setenta, daba clase en la Facultad de Derecho del Boston College y durante las vacaciones de verano alguien quitó los crucifijos de las paredes. Aunque la mayoría de los miembros del profesorado eran católicos y el decano era un sacerdote jesuita, ninguno protestó. Cuando se lo contó a su marido, este no se lo podía creer: «Me dijo: «¿Qué os pasa a los católicos? Si alguien hubiera hecho algo parecido con los símbolos judíos, habría habido un escándalo. ¿Por qué los católicos aceptáis estas cosas?»». Para la profesora Glendon, ese fue un momento de cambio para ella. Empezó a preguntarse: ¿por qué los católicos aceptamos este tipo de cosas? Y ese debiera ser el principio de la reflexión, ¿por qué los católicos permitimos estas cosas?, ¿por qué en la defensa de lo más querido renunciamos a nuestro estatuto de ciudadanía?
Para recuperar el sentido común, valdría la pena recordar dos cosas: la primera, que la última vez que a los descreídos e irreverentes europeos (de Charlie Hebdo) se les ocurrió insultar al profeta, unos musulmanes, al grito de “Alá es el más grande”, mataron a 12 personas. Y, desde entonces, «las expresiones injuriosas» sobre Mahoma han dejado de estar de moda; la segunda (y recordando a los acomplejados prelados irlandeses), que cuando al Santo Padre se le preguntó sobre el tema dijo (textualmente): «No se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás. No se puede tomar el pelo a la fe, no se puede». Y con esa forma tan “argentina” de apuntar a la naturaleza de los problemas, añadió: «Si el doctor Gasbarri [que es quien le organiza los viajes y se encontraba entonces a su lado] dice una mala palabra en contra de mi mamá, puede esperarse un puñetazo, ¡es normal!» O debiera ser lo normal…
En todo caso, este no es un final católico. La experiencia plurisecular de la Iglesia manifiesta que Dios se hace fuerte en la debilidad y que a su presencia en la historia le debe acompañar esta hostilidad a la que le está prometida una recompensa que no es de este mundo (Mt. 5, 3 ss.). blasfemia en irlanda