Antonio Olivié | 01 de marzo de 2017
Son personas que han tenido que abandonar todo. La casa, el coche, el trabajo profesional, los amigos… Una maleta con algo de ropa y basta. He visitado a una familia cristiana que escapó de Mosul, con tres hijos pequeños, viviendo en un par de habitaciones humildes de Beirut, sin calefacción en pleno invierno y comiendo prácticamente de la caridad.
Cuando uno habla de guerra, se imagina las armas, los militares y el frente de batalla. Apenas se reflexiona sobre la pobreza, el hambre y la falta de sanidad y educación en pequeños y grandes. Los hijos de Mladi, una madre de familia joven que tuvo que escapar de Iraq, no tienen sitio en el sistema de educación público de Beirut, solo pueden ir a un centro educativo que les proporciona la Iglesia. Lo gestionan voluntarios que tratan de mantener la formación en unas circunstancias de precariedad y emergencia.
El Líbano es el país con el mayor porcentaje de refugiados del mundo. Casi dos de cada diez habitantes no son ciudadanos del país, no tienen raíces allí y sueñan con volver a su lugar de origen
Cerca de Beirut estuve en uno de los centros educativos que atienden a menores refugiados. Una de sus profesoras, Diana, me comentaba que su principal objetivo, antes de enseñar los números o el alfabeto, es dar confianza a los niños, que olviden los traumas sufridos durante la guerra o al tener que huir de su hogar.
El de Diana es uno de los centros que tratan de mantener un cierto nivel educativo, con algunos menores que han pasado dos o tres años sin poder ir al colegio debido a la violencia o el fanatismo del ISIS. Es una labor que realiza la fundación AVSI en 40 centros distintos del Libano, una de las instituciones de inspiración católica que trata de sostener a los refugiados.
Después de hablar con la familia de Mladi, esa madre que sobrevive en el exilio con sus tres hijos, me encontré con una vecina, también refugiada iraquí. Era una mujer joven, de unos 30 años, que salía de su casa descalza con unos 8 grados de temperatura en la calle.
Hay que recordar que el Líbano es el país con el mayor porcentaje de refugiados del mundo. Casi dos de cada diez habitantes no son ciudadanos del país, no tienen raíces allí y sueñan con volver a su lugar de origen o emigrar a los países ricos que ven en televisión.
La mayoría de los cristianos iraquíes que han escapado de la llanura de Nínive no quieren volver, ni aunque termine la guerra. Algunos se han sentido traicionados por vecinos o colegas musulmanes, favorables a los terroristas del ISIS. Piensan que, si regresan a sus ciudades, tarde o temprano volverá la persecución.
Un sacerdote caldeo iraquí me aseguraba que “entre los cristianos hay quien dice que la llegada del ISIS ha tenido su parte buena, ha provocado que en Occidente se hable de una persecución que llevamos decenas de años sufriendo. El ISIS no es más que la manifestación radical de una actitud que muchos sunitas mantienen habitualmente”.
Afortunadamente, el respaldo de numerosas instituciones cristianas que trabajan en la zona contribuye a frenar este éxodo cristiano de Oriente Medio. Es clave el propio empeño del Vaticano, que promueve el envío de material humanitario a cristianos y musulmanes, así como el de tantas organizaciones animadas por la caridad cristiana.
También ayuda el hecho de que el sufrimiento y la pobreza han generado comunidades cristianas más fuertes. Muchos de los cristianos que han debido huir de Iraq o Siria son conscientes de que les pueden quitar todo menos la fe. Y esta se ha hecho más fuerte en la adversidad.