Arsenio Fernández de Mesa Sicre | 16 de febrero de 2018
Pienso que la Cuaresma tiene muy mala fama porque no acabamos de captar su auténtico sentido. Muchas veces se ve como un tiempo oscuro y triste, cuando precisamente estos cuarenta días que nos regala la Iglesia están llenos de luz y alegría. Son días luminosos y alegres que, en palabras del papa Francisco, «anuncian y realizan la posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida». ¡Con todo el corazón y con toda la vida! Son palabras exigentes que nos comprometen, porque no es el cristianismo una religión de lo fácil ni de lo cómodo, en la que basta cumplir unas normas o es suficiente con cubrir un expediente. No vale decir que estamos bautizados y vamos a Misa los domingos. No sirve afirmar que dedicamos algo de tiempo a Dios o que de vez en cuando nos confesamos. El amor no casa con ese lenguaje mediocre, que refleja una actitud de nadar y guardar la ropa, de poner una vela a Dios y otra al diablo, de pregonar que lo estamos dando casi todo cuando no entregamos casi nada, de anunciar que nos ponemos en juego por entero cuando nos reservamos lo más importante. Volvamos al Señor con todo el corazón y con toda la vida, sin medias tintas. El cristianismo no es religión de cumplimiento sino de amor. Y el amor solo tiene sentido si nos entregamos totalmente.
La Cuaresma te invita a dar una versión nueva a tu vida: la de Cristo. Te hace libre, orante y generoso. Vive esta gracia.
— Carlos Osoro Sierra (@cardenalosoro) February 14, 2018
La preparación para la Semana Santa parte de considerar que somos pecadores, que nos equivocamos, que tenemos límites y fragilidades, que no nos bastamos a nosotros mismos y que por eso necesitamos a Dios. Por eso la preparación no consiste en unos rituales externos sino más bien en una actitud profunda del corazón. Reducir este tiempo de gracia a no tomar carne los viernes, rezar diez minutos más o dar unos céntimos en la colecta de la parroquia supone no haber penetrado en su profundo significado para la vida cristiana. Son semanas de penitencia, de purificación, de conversión, claro, pero en las que lo exterior debe ser signo de algo que está ocurriendo interiormente. Alejemos esa actitud farisaica, en la que tantas veces caemos, de cuidar una serie de prácticas que solo se ven por fuera mientras abandonamos aquello que nadie ve, salvo nuestro Padre «que está en lo escondido». Convertirse es cambiar de mentalidad para centrar nuestra vida en lo importante, que no es tener o poseer sino entregarse y sacrificarse por amor. Para ello, Dios nos pide que cuidemos en el tiempo cuaresmal el ayuno, la oración y la limosna, tres caminos que no se dirigen tanto a nuestra propia perfección como a la posibilidad de que nuestro corazón se ensanche y pueda amar auténticamente.
#Cuarema, la oportunidad para celebrar el AMOR ETERNO. Aqui tienes el mensaje de Papa para este año https://t.co/kSqDqBC1OC pic.twitter.com/Ep6BsdDAHu
— Pastoral HumyComCEU (@PastoralHumyCom) February 14, 2018
El ayuno va mucho más allá de abstenerse de la carne los viernes o comer poco el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. Nos hace experimentar lo que sufren los necesitados y nos hace conscientes de la necesidad que tenemos de Dios. Hay gente que decide privarse del chocolate o de la Coca-Cola, cosas que pueden ser buenas si no se quedan en el mero gesto y sirven para reflejar lo que sucede en el corazón. Pero el verdadero ayuno es el que busca que los que tenemos al lado sean más felices. ¿Por qué no ayunamos de quejas, de críticas o de soberbia para hacer agradable la vida a los demás? ¿Por qué no nos privamos de televisión, redes sociales o auriculares para dedicarnos a la familia y a los amigos? ¿Por qué no recortamos nuestros gustos, preferencias y proyectos personales para estar más cerca de los otros? Ese es el auténtico ayuno, que nos impide vivir en una permanente anestesia espiritual por la que somos ajenos a las necesidades de quienes tenemos al lado. Ese es el ayuno grato a Dios.
En este camino de Cuaresma, como a lo largo de toda la vida, es imprescindible la oración. Si pensamos que el cristianismo son unas normas, mandamientos o preceptos nos costará ver su importancia. Pero si entendemos que nuestra fe se basa en el amor a una persona que ha muerto y resucitado por nosotros, que nos espera cada día, que quiere ser nuestro compañero de camino tanto en los gozos como en los dolores, descubriremos que la oración no es una opción sino una necesidad. Alejémonos estos días de tantos ruidos que nos hacen vivir un ajetreo constante y busquemos el silencio interior para gustar de Dios. Luchemos por cultivar esa interioridad para que nuestra vida no sea un mero sucederse de experiencias inconexas, muchas frustrantes, sino que todo tenga un profundo sentido de amor. No olvidemos que la oración no consiste en recitar frases como un papagayo o poner los ojos en estado de trance. La oración es diálogo de tú a tú con Jesucristo para contarle nuestras preocupaciones y alegrías, nuestras tristezas y nuestras ilusiones, para pedirle por los nuestros, para darle gracias por todo, para rogarle que no nos abandone. Qué bello sería que en la Cuaresma rezásemos un poco más.
#Cuaresma, tiempo para Dios. pic.twitter.com/yJuH441nZu
— Jose Ignacio Munilla (@ObispoMunilla) February 14, 2018
La limosna es capacidad de compartir. Vivimos en una cultura que idolatra los bienes materiales, los títulos universitarios, la posición social o las capacidades intelectuales como únicos criterios para valorar a las personas. El «yo» aparece por todos los lados: «yo» tengo, «yo» hago, «yo» sé, «yo» ofrezco. Parece que valemos por lo que tenemos, por lo que hacemos, por lo que sabemos o por lo que ofrecemos. Esta mentalidad individualista y autorreferencial nos aleja de los demás y nos hace infelices, nos engaña y nos defrauda. No podremos llenarnos de Dios, ni tampoco abrirnos a lo que puedan aportarnos los demás, si nuestro corazón está embotado con las cosas del mundo, que no solo son bienes materiales sino también el prestigio, las capacidades, la autoestima, la fama, el éxito o el triunfo. La limosna supone ayudar económicamente a los que más lo necesitan, por supuesto, pero no es suficiente. La Iglesia nos pide una actitud interior de estar cerca de los otros, no solo dándoles de lo nuestro sino dándonos a nosotros mismos. Y en este sentido, hay una limosna muy bella para practicar en Cuaresma: la limosna de nuestro tiempo. Pensemos cuántas personas que tenemos cerca necesitan ser escuchadas o consoladas, recibir una palabra de aliento o una sonrisa, sentirse acompañadas o comprendidas. Esta es una limosna verdaderamente grata a Dios, pues muchas veces, más que al dinero, estamos apegados a nuestro tiempo.
La Cuaresma es tiempo de conversión, de purificación, de penitencia. Tiempo de alegría y esperanza, no de tristeza, porque buscamos convertirnos, purificarnos y ser más penitentes no por una actitud de autoperfección sino porque queremos amar más y mejor. Salgamos de nuestro egoísmo, superemos nuestra tendencia a aislarnos y abrámonos a recibir el amor de Dios para luego poder entregarlo a quienes nos encontremos en el camino de la vida. San Pablo nos recordaba este miércoles que «ahora es tiempo favorable, ahora es día de salvación». No desperdiciemos estos días de gracia que la Iglesia nos ofrece.