Rafael Ortega | 11 de junio de 2017
Hay muchos, cada vez más, que se empeñan en que la vida sea como juego de cartas, donde nos podemos descartar de lo no deseable, de lo incómodo, de lo inútil, para seguir teniendo lo que creemos que son “triunfos”. Unos “triunfos” que al final de la partida, de esta vida, no nos llevan a ningún lugar, sino más bien todo lo contrario.
El magisterio de la Iglesia ha sido siempre muy claro en este aspecto tan delicado para los que apuestan, pero tan sencillo para los que queremos vivir en sintonía con los más necesitados. El papa Francisco ha sido siempre muy claro y nos ha advertido constantemente de los peligros de esta ‘cultura del descarte’. “Creo -nos ha dicho- que estamos en un sistema mundial económico que no es bueno. En el centro de todo sistema económico debe estar el hombre, el hombre y la mujer, y todo lo demás debe estar al servicio de este hombre. Pero nosotros hemos puesto al dinero en el centro, al dios dinero. Hemos caído en un pecado de idolatría, la idolatría del dinero. La economía se mueve por el afán de tener más y, paradójicamente, se alimenta una cultura del descarte. Se descarta a los jóvenes cuando se limita la natalidad. También se descarta a los ancianos porque ya no sirven, no producen, es clase pasiva…”.
La cultura del descarte no es de Jesús. El otro es mi hermano, más allá de cualquier barrera de nacionalidad, extracción social o religión.
— Papa Francisco (@Pontifex_es) February 15, 2017
El “ande yo caliente, ríase la gente” cada vez está más generalizado. Nos preocupa solo lo nuestro y pasamos de los demás. Vemos incluso las desgracias o necesidades de un vecino como algo muy lejano y nos preocupa que nuestros hijos o nietos puedan contaminarse con los problemas cercanos. Queremos hacer un mundo feliz, pero muy pequeñito, en el que vivamos sin saber ni conocer las penurias o los efectos “traumáticos que puede ocasionar a mi hijo ver a un pobre pidiendo”. Eso me dijo una vez un familiar cercano, que además añadió: “Por eso me cruzo de acera”.
En ese cruce, creo, es donde está el peligro, porque nos ponemos la gabardina que nos protege exteriormente, pero no podemos colocarnos, por más que nos empeñemos, la coraza que nos cubra el alma.
Por eso -y vuelvo a Francisco-, el Papa, el pasado 14 de enero, ante una delegación de la denominada «Tabla Redonda” de Roma de la “Global Foundation” (Fundación Internacional de Caridad), denunció que “el dinero y los gobiernos del mundo no pueden marcar la agenda de la sociedad y ser indiferentes al sufrimiento del hombre”. “Es inaceptable, así como deshumano, un sistema económico mundial que descarta a los hombres, mujeres y niños, por el hecho de que estos parecen no ser útiles según los criterios de rentabilidad de las empresas y de otras organizaciones”.
Nos ponemos la gabardina que nos protege exteriormente, pero no podemos colocarnos, por más que nos empeñemos, la coraza que nos cubra el alma
Francisco añadió que este descarte de las personas “constituye el regreso de la deshumanización de cualquier sistema político y económico: aquellos que causan o permiten el descarte de los otros –refugiados, niños abusados o esclavizados, pobres que mueren por la calle cuando hace frío– y que se convierten ellos mismos en una especie de máquinas sin alma, aceptando implícitamente el principio de que también ellos, antes o después, serán descartados cuando no sean ya útiles a una sociedad que ha puesto en el centro al dios dinero”.
Lo dicho. La vida no es un juego de cartas, donde podemos descartar a los que creemos que no nos sirven. Aunque sea por egoísmo propio, no podemos apuntarnos a ese peligroso juego porque, tal vez, mañana nosotros seremos los descartados.