Antonio Olivié | 23 de mayo de 2018
“Pido al Señor la Gracia de despedirme así (como san Pablo al marcharse de Éfeso). Pienso en los obispos, en todos los obispos. Que el Señor nos dé a todos la Gracia de poder despedirnos así, con este espíritu, con esta fuerza, con este amor a Jesucristo…” Estas palabras, pronunciadas en una homilía en Casa Santa Marta en mayo, han vuelto a despertar los rumores sobre una posible dimisión del papa Francisco.
Si el actual pontífice dejara la silla de Pedro, no sería tan extraordinario como el gesto de su predecesor. De hecho, Francisco siempre ha alabado la decisión de Joseph Ratzinger, a quien consideró, en el primer aniversario de su renuncia, un hombre “valiente y humilde”. La personalidad y la capacidad intelectual y teológica de Benedicto XVI le permitieron romper con una tradición secular.
Francisco ha hablado con frecuencia de la necesidad de que los sacerdotes y obispos se alejen del carrierismo y consideren su Ministerio como un servicio. En este sentido, también ha puesto como ejemplo al anterior pontífice, “porque Benedicto XVI nos sigue testimoniando, quizás ahora, sobre todo desde el Monasterio Mater Ecclesiae, en el que se ha retirado, de un modo todavía más luminoso, el «factor decisivo», ese íntimo núcleo del Ministerio sacerdotal que los diáconos, los sacerdotes y los obispos nunca deben olvidar, a saber, que el primer y el más importante servicio no es la gestión de los «asuntos corrientes», sino rezar por los demás, sin interrupción, con alma y cuerpo, precisamente como lo hace hoy el Papa emérito”.
En el Vaticano cada día está más claro que la decisión que tomó Benedicto fue la correcta. El anterior portavoz de la Santa Sede, el padre Federico Lombardi, se preguntaba recientemente cómo sería la Iglesia si Benedicto no se hubiera retirado a tiempo. Contar con un pontífice que no puede viajar, que no participa en ceremonias y sin capacidad para resolver las cuestiones de ordinaria administración hubiera supuesto un freno para toda la Iglesia.
La renuncia de Benedicto XVI . En cinco años el Papa emérito ha guardado total discreción
Frente a los pontificados de siglos anteriores, cuando las noticias tardaban semanas en difundirse y los problemas se resolvían en meses, las tecnologías de la información lo han cambiado todo. Hoy día, la máxima autoridad de la Iglesia debe afrontar un problema que surge en Vietnam o Corea y que en pocos segundos se conoce en todo el mundo. El tipo de liderazgo que se exige ahora, en una sociedad en constante transformación, es radicalmente distinto al de otras épocas.
En este contexto, el pasado mes de febrero, el papa Francisco publicó una Carta Apostólica, titulada Imparare a Congedarsi (Aprender a retirarse), en la que reclamaba a los cargos eclesiásticos “despojarse de la ambición de poder y del considerarse indispensable”. El documento venía a confirmar la práctica de que los obispos y altos cargos de la Curia presenten su renuncia a los 75 años, aunque el Papa pueda mantenerlos durante un tiempo.
Cuando el Papa insiste en el saber retirarse a tiempo, también está hablando de sí mismo. Y es llamativo que entre las causas que incluye en la Carta Apostólica para permanecer al frente de un encargo en la Iglesia señala “la importancia de completar adecuadamente un proyecto importante para la Iglesia” o “la conveniencia de asegurarse la continuidad de obras importantes”. En este sentido, el papa Francisco tiene aún pendiente una reforma de la Curia que no va al ritmo que le gustaría.
A estos antecedentes hay que sumar la importancia del «discernimiento» al que el Papa hace referencia a la hora de valorar una posible renuncia. Es algo para lo que uno “debe prepararse adecuadamente en la presencia de Dios”. Por tanto, es difícil saber cuándo llegará la renuncia del Papa, en caso de que no fallezca antes, pero todo apunta a que seguirá el camino trazado por Benedicto.
Benedicto se retiró a los 85 años y entre los motivos citaba su “edad avanzada”. Francisco ha cumplido este año los 81, por lo que no sería de extrañar que en su horizonte de pontificado se plantee un máximo de cuatro años, suficientes para culminar sus reformas. Si así lo hiciera, el hecho «extraordinario» de la renuncia daría origen a una nueva tradición en los pontífices del siglo XXI.