Manuel Bru | 26 de septiembre de 2018
El Papa, con su contundente forma de comunicar, ha dicho que las organizaciones criminales como la mafia actúan contra la ley humana y la divina. Sus integrantes no pueden llamarse cristianos y deben rendirse o convertirse al verdadero Dios.
Decir que el Papa, el sucesor de Pedro, la cabeza visible de la Iglesia, esté contra las organizaciones criminales y mafiosas no debería ser noticia. Pero lo es, no porque la Iglesia Católica, cuyo arraigo social y cultural en Italia es obvio -sobre todo en el sur-, no se haya puesto claramente en contra de la mafia, o porque no lo hayan hecho ya los Papas anteriores a Francisco, sino porque allí, como todo el mundo sabe, impera en el día a día la ley del miedo y del silencio, cuya asfixiante presión no distingue ni edades, ni procedencias, ni credos. Y cuando un sencillo sacerdote como el padre Pino Puglisi rompió esa ley del silencio para condenarla, fue asesinado, como tantos otros. Por eso, el gesto del Papa, el de la condena firme y rotunda de Francisco contra la mafia, nunca está de más, porque no hay nada más saludable, cuando el ambiente es turbio y el aire que se respira está contaminado por la extorsión y el pánico típicos que generan las organizaciones mafiosas y terroristas, que alguien limpie la atmósfera diciendo la verdad abiertamente y en voz alta.
Nos encontramos, además, con un Papa que, entre muchas otras novedades, aporta una forma de comunicarse mucho más directa, más clara, más sencilla, más contundente, más comprensible y más provocativa que sus antecesores. De hecho, no pocos se escandalizan de sus palabras por ello. Pero quienes lo hacen es porque, de algún modo, no quieren admitir que, llamando al pan, pan, y al vino, vino, mayor es la fuerza del anuncio de la verdad, la bondad y la belleza de la huella de Dios en el mundo, pero también mayor es la fuerza de la denuncia de la mentira, del mal y de la fealdad que algunos hombres son capaces de infligir en la historia y que otros, salpicados por ellas, no queremos reconocer porque quedan advertidas nuestras conciencias. La novedad, por tanto, no está en la idea firme de la posición de Francisco contra la mafia, sino en que Francisco huye como del fuego de la ambigüedad, la corrección política y la temblorosa moderación lingüística que muchos confunden con la prudencia.
Por eso, cuando el Papa no solo critica los males del capitalismo salvaje, sino que dice que el mercado mata, o no solo predica la acogida y la solidaridad, sino que mira a la cara a los poderosos y, señalando a los que huyen de la persecución o de la miseria, les grita que esto es una vergüenza, lo tachan de populista. Por eso, cuando el Papa no se limita a recomendar la escucha a los hijos de la Iglesia heridos en su trayectoria personal y familiar, sino que propone caminos de acompañamiento e integración en una Iglesia hospital de campaña, lo miran como a un peligroso transgresor de la sana doctrina. Por eso, cuando el Papa quiere acabar con las ínfulas del clericalismo y quiere una verdadera reforma de la Iglesia para que deje de mirarse al ombligo, se le rebelan desde dentro hasta los purpurados que han jurado defenderlo hasta con su propia sangre, como si nada.
Pues, del mismo modo, el Papa en Palermo no dijo solo que las organizaciones criminales actúan contra la ley humana y la ley de Dios, ni únicamente se ha posicionado contra la mafia como organización en las mismas calles donde su poder real es indiscutible, sino que se ha dirigido a todos y cada uno de sus miembros y les ha dicho que ni en el mejor de sus sueños se crean que pueden llamarse cristianos, que su vida es una blasfemia, que solo les queda la eterna derrota de su existencia o convertirse al verdadero Dios, y dejar de adorar a los dioses de su orgullo y de su dinero, porque el sudario no tiene bolsillos y no podrán llevarse nada.