Ignacio Saavedra | 07 de octubre de 2018
Tras el acuerdo entre la Santa Sede y el Gobierno, la Iglesia en China vuelve a estar entre dos fuegos: el odio a la religión de los gobernantes y la percepción de que los católicos de Occidente los abandonan. La destrucción de edificios y símbolos ha aumentado.
El acuerdo firmado entre la Santa Sede y el Gobierno chino el pasado 22 de septiembre puede llevar a muchos a pensar que los católicos chinos van a empezar a disfrutar de una libertad de la que han carecido en los doce siglos de presencia de la Iglesia en China, sobre todo desde la llegada del Partido Comunista al poder. La realidad es que hay serios indicios de que puede estar ocurriendo lo contrario. ¿De dónde viene ese pesimismo? De la ley sobre libertad religiosa promulgada hace siete meses y, sobre todo, de los relatos que estos días llegan desde China sobre la puesta en práctica de esa ley.
A lo largo de este inmenso país, lejos de las cámaras, los católicos que han sobrevivido a las sucesivas oleadas de persecución sangrienta contra la Iglesia en China empiezan a temer que regrese la brutalidad de los primeros años de comunismo. También temen, en vista del optimismo generado por el acuerdo del 22 de septiembre, que los católicos de Occidente reincidan en el error cometido en los primeros años de la persecución comunista: aquella reacción tibia que dejó una herida aún no cicatrizada en los católicos que vivieron de cerca el derramamiento de sangre de tantos mártires que no quisieron plegarse a los deseos de Mao.
La mayoría de los católicos chinos conocen la historia de la Iglesia en China. En esa historia ha habido persecuciones de las autoridades, pero también ha habido momentos en que los católicos chinos han sentido que la Santa Sede no respetaba su idiosincrasia. Es la famosa controversia sobre los ritos chinos. Desde la llegada de Mateo Ricci a Macao, en 1582, comenzó la polémica acerca de la adaptación de la doctrina católica a ciertas costumbres culturales del pueblo chino que, según algunos, podían ser incompatibles con el catolicismo. En 1742, el papa Benedicto XIV condenó esos ritos. La condena se centra en dos puntos: las ceremonias celebradas en honor a Confucio y una variedad indeterminada de ritos relacionados con el culto a los antepasados.
Independientemente de la opinión que se pueda tener sobre la decisión de Benedicto XIV, lo cierto es que el efecto fue doblemente negativo: muchos católicos chinos se alejaron de la Iglesia porque no podían entender que el Papa les prohibiera algo que amaban entrañablemente y, por otro lado, el emperador y sus sucesores pensaron desde ese momento que el catolicismo era enemigo de la cultura china.
Con el paso del tiempo, la Iglesia en China empezó a ser, de hecho, mucho más comprensiva con los ritos chinos y la controversia quedó definitivamente zanjada en 1939, cuando el Vaticano proclamó oficialmente que un católico podía participar en las ceremonias en honor a Confucio y honrar a los antepasados de acuerdo con las costumbres propias del país.
Durante el largo periodo de la controversia sobre los ritos chinos hubo otros momentos en que el afán misionero de la Iglesia se mezcló con el imperialismo europeo de un modo que dificultó el desarrollo armónico de la Iglesia en China. Cuando el Imperio Británico consiguió de modo violento abrir las fronteras de China tras la Primera Guerra del Opio (1839-42), la Iglesia aprovechó para enviar a miles de misioneros. Era comprensible que, con el paso del tiempo, la sociedad china percibiera a los misioneros como una parte más de los invasores.
Después del acuerdo del pasado 22 de septiembre, la Iglesia en China vuelve a estar entre dos fuegos: el odio a la religión de los gobernantes y la percepción de que los católicos de Occidente los abandonan a su suerte.
El Partido Comunista chino permite que los medios de comunicación sean testigos de la firma del acuerdo del 22 de septiembre, pero no permite la publicación de las normas que concretan la ley aprobada en febrero. El punto más conflictivo de esas nuevas normas es la prohibición de que los menores de 18 años participen en cualquier actividad litúrgica o de formación. Hasta los campamentos de verano para niños organizados por las parroquias han sido prohibidos. Un misionero que lleva muchos años recurriendo a todo tipo de trucos para eludir el control de la Policía afirma que “es completamente diabólico, porque aparentemente es una persecución no violenta, pero, al impedir cualquier acercamiento a las iglesias de los más jóvenes, puede provocar la desaparición de la Iglesia en China en dos generaciones”.
La ley de febrero no parece haber provocado más violencia directa contra los católicos, pero sí ha provocado un aumento exponencial en la destrucción de edificios y símbolos religiosos. La destrucción de un Vía Crucis en la diócesis de Anyang, arrancado de raíz por mandato gubernamental y enterrado con excavadoras, ha sido comparada por misioneros veteranos con los métodos destructivos de ese brutal genocidio eufemísticamente llamado “Revolución Cultural”.