Manuel Bustos | 12 de julio de 2017
Cuando se debatió la constitución europea, luego desechada, los argumentos se centraron, entre otros muchos aspectos, en el papel que había correspondido al Cristianismo y a la Ilustración en la conformación de nuestra cultura. Al final, laicistas y, tal vez, también no pocos buenistas, acordaron evitar la mención religiosa en el texto, no fuera a ser que alguno se sintiera molesto a la hora de votarla o después; con lo que, aceptando la omisión, el texto constitucional sería la expresión de una vergonzosa injusticia y de una descomunal desmemoria histórica. Al final, serviría de poco, puesto que los votos de algunos países europeos la tumbaron, aunque no fuese tanto por este contenido en sí, sino por otros, más prácticos, que tampoco convencieron. Oportuna revancha de nuestros antepasados, que debieron revolverse en sus tumbas.
En cualquier caso, no deja de resultar paradójica esta reivindicación del llamado Siglo de las Luces (y no ha sido la única vez que lo ha sido), cuando precisamente la Razón que ha constituido su fundamento hace aguas por todas partes. Como tampoco deja de resultar, cuanto menos llamativo, que sean precisamente los afectados por dicha falta de reconocimiento, es decir, los cristianos, y los católicos de forma particular, quienes hayan asumido precisamente la defensa de la razón humana, frente a la sinrazón, el relativismo y el nihilismo que nos invaden en la actualidad, hasta el punto de constituir un auténtico cáncer de las sociedades occidentales.
Si ha habido en las últimas décadas manifestaciones preclaras de lo que digo, ningunas tan magistralmente elaboradas como las del papa Benedicto XVI en sus numerosas intervenciones a lo largo de su pontificado ante los hombres de ciencias y letras, los universitarios en general o los políticos. ¿Y qué decir de esa obra maestra de su predecesor sobre la defensa de la razón y de su relación con la fe, que es la encíclica del siempre recordado san Juan Pablo II, Fides et Ratio, de 1998?
Y es que la razón preocupa a la Iglesia y debiera preocuparnos a todos, creyentes y no creyentes, pues es justamente su renuncia a ejercerla con rigor y a ver en ella su manifestación divina la que está llevando a Occidente y, en particular, a nuestro jóvenes hacia el vacío, el pasotismo y la desesperanza. Si no existe certeza de la correlación entre lo que mi inteligencia es capaz de percibir y la realidad misma, nada puede conocerse en lo humano con confianza, con seguridad, con valor normativo. Es entonces cuando el sujeto se convierte en reo de su propia subjetividad o de las ideologías destructoras del hombre y de lo humano. Aquí radica el gran drama de nuestro tiempo.
De la sublimación y divinización de la Razón, separada de todo sentido trascendente, producto de la pura autonomía humana, se pasó en el siglo XIX a la exaltación del componente irracional en el hombre. Con fundamentos distintos, eso es lo que vino a proponer, primero el Romanticismo en el plano estético y cultural, más tarde Freud en el terreno de la mente, y, a comienzos del XX, el nazismo con su exaltación de la voluntad todopoderosa en el de la política. Poco a poco se fue desmantelando la confianza que la Ilustración pusiera en la inteligencia humana y en su capacidad para, mediante la educación, renovar al propio hombre y crear todo un mundo nuevo, eso sí, prescindiendo de lo sobrenatural que todo lo penetra, sin la compensación de la fe que amplía los horizontes de la razón ni de la revelación de Dios a través de su Palabra.
Tras la experiencia de los destrozos que la voluntad sin freno, unida al poder tecnológico, produjo durante la Segunda Guerra Mundial, no parece que el problema haya quedado solventado. Por el contrario, los años cincuenta, a pesar de cierto acercamiento a la religión, son una muestra de un retorno parcial e insuficiente a la razón y a la fe. Al cabo, el movimiento del sesenta y ocho abría la cultura occidental a la posmodernidad, a una nueva etapa, la nuestra, dando impulso a una fuerza utópica de carácter liberticida en el terreno de la moral y a una tolerancia basada en la desconfianza en la razón, porque ya nada puede sostenerse con certeza.
Quedaba solo aferrarse a la palabra emitida por la ciencia y la tecnología impulsadas por el hombre, con un desarrollo sin precedentes entre los siglos XX y XXI. Un desarrollo que, precisamente, situaba a su mismo creador ante la evidencia de su incapacidad para establecerse límites de ningún tipo que no fuesen los que ambas pusieran en cada momento de su avance; porque lo natural es que no existe lo natural y la realidad, incluida la moral, es tan reversible como una goma elástica. En definitiva, había que situarse con resignación (aunque algunos lo hicieren asimismo con una satisfacción suicida), ante el descubrimiento de la propia inanidad, de la propia nada que somos, con una inteligencia que, al margen de nuestra inmensa capacidad para conocer y crear, nos instala en medio de un universo ciego, del que el ser humano no es sino una pieza con conciencia de su propia destrucción. O, de lo contrario, ampararse en las seudorreligiones, algunas con pretensiones paracientíficas, para así alcanzar seguridad y encontrar todavía una Verdad en la que creer. Toda una renuncia a la razón en los hijos de las Luces.