Andrés Ramos | 24 de diciembre de 2018
Celebrar la Navidad en casa y en familia significa abrir el corazón y escuchar el nacimiento de Cristo. El de la abnegación y el pesebre de la Cruz. La familia que conoce y se acerca al corazón de Dios es capaz de escuchar y perdonar.
Estoy persuadido de que el mejor modo de compartir el gran relato de la Navidad es celebrarlo en la intimidad de la casa, en familia, con nuestros seres más cercanos y queridos. Celebrar con los nuestros un acontecimiento muy grande, asombroso y sobre todo entrañable, que se traslada en el tiempo y tiene lugar en nuestra historia: “un Dios que se ha hecho tan cercano que ha entrado en nuestra historia”. ¡Emmanuel! Qué maravilla contemplar, mostrar y trasmitir a los más pequeños de la casa la hondura y la belleza, la armonía y la paz que se perciben en la cueva de Belén. Qué regalo escuchar a los mayores expresar el hondo contenido de lo que significa de verdad el nacimiento del Hijo de Dios. Contemplar y compartir juntos toda esta belleza es esencial para una vida profunda y llena de significado, para una vida que se ocupa del sentido y del alma de las cosas. Se trata de “la belleza salvará el mundo”, tal como expresaba Dostoievski; “la belleza es el esplendor de la verdad”, afirmaba Platón.
Celebrar la Navidad en casa nos anima a abrir el corazón y escuchar el anuncio del nacimiento de Cristo que significa, precisamente, experimentar algo “bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo”, una belleza que puede llegar al corazón humano y hacer brillar en él la verdad y la bondad de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, revelación de la infinita belleza. Recordar en casa, en familia, que es en el corazón de cada uno de nosotros donde Dios quiere plantar su tienda para que descubramos, en el hondón del alma, que nuestros “corazones están habitados por una llamada al amor que proviene de Él”. ¡En esta ocasión, sí tendrá un lugar en la posada!
Aprender del Belén, y ser conscientes en familia, de lo que el Siervo de Dios Ángel Herrera Oria expresó: “Creer y obedecer no a un Cristo abstracto, sino al Cristo concreto del Evangelio. El Cristo de la abnegación del pesebre y de la Cruz. El Cristo de la abnegación por los demás”. La abnegación, lo que la RAE define como “renuncia voluntaria a los propios deseos, afectos o intereses en beneficio de otras personas”, para un cristiano significa renunciar a sí mismo y poner a Dios en el centro, escuchar y obedecer sus palabras, vivir la entrega y el mandato supremo del amor. La Navidad en casa nos recuerda esta gran realidad. La abnegación es la gran lección de Cristo que nos manifiesta el amor por excelencia: el de ofrecer la vida, como ofrecen los padres por sus hijos. La abnegación, aprendida en la familia de Nazaret es, tal como expresa el cardenal Newman, “un deber capital del cristiano. Es más, puede considerarse la prueba de si somos o no discípulos de Cristo, de si vivimos en un sueño que tomamos por fe y obediencia cristianas o estamos, real y verdaderamente despiertos, vivos, con los pies en la tierra y en camino hacia el cielo”. No hay nada que llene tanto nuestro corazón como la Navidad en casa, contemplando en familia al Cristo concreto del Evangelio: el de la abnegación, la entrega, la humildad, el amor y la belleza, para descubrir muy próximo el corazón de Dios, y hacerlo juntos.
Y cantar villancicos, expresar la alegría más grande y más auténtica, ¡en casa! Y rezar: ¡qué hermoso es el rostro del hombre y de la mujer cuando reza! Qué hermosa la familia que ha encontrado en la oración un tesoro de sabiduría, verdadero manantial en el que aprender el valor de lo esencial para vivir, la alegría de creer y el deseo de vincularse y comprometerse más. El papa Francisco los llama personas-cántaros, que dan de beber a los demás, y Ángel Herrera se refiere a las “almas-lámpara, las que disponen de un interior luminoso. Ven las cosas como son a la luz de Dios… Contemplan el mundo bañado, iluminado por la sabiduría, la providencia, el amor de Dios”. Esto ocurre en la historia de nuestra familia, en nuestra vida personal y a nuestro lado. ¡Cuánta belleza encontramos en “aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios”!
La familia que conoce y se acerca al corazón de Dios es capaz de compartir la noche oscura de los hombres, de los pobres y de los humildes de corazón. Es capaz de escuchar, perdonar, pedir permiso. La familia que celebra en casa la Navidad, desde lo profundo y bello de sus sueños que iluminan lo cotidiano, puede compartir el más profundo y bello de los deseos, para nuestro tiempo y para la eternidad, el grito de júbilo de los Ángeles, en la noche, ante la cueva de Belén, el que escucharon los pastores: “¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!”
¡Feliz Navidad para todos!