Diego Vigil de Quiñones | 17 de febrero de 2019
La opción ignaciana apuesta por una espiritualidad sólida para hacer frente a los problemas del mundo mediante periodos fuertes de apartamiento y de formación.
Sin duda alguna, el acontecimiento cultural del curso 2018/2019 para el catolicismo social en España ha sido la presentación, el pasado mes de enero, de La opción benedictina (Ed. Encuentro), a cargo de la Fundación Cultural Ángel Herrera Oria. La presencia del autor ha dado lugar a una cascada de opiniones, en prensa y radio, jugosas entrevistas al autor por parte de Francisco Serrano Oceja o del director de este diario, o la célebre disputatio entre los Sres. Zerolo y Soley, aquí publicada el pasado noviembre. Algunos sugieren que la opción benedictina debería ser una opción de otro tipo (opción Pelayo, Pedro L. Llera) o debería complementarse con otra opción (opción paulina, Pablo Sánchez Garrido).
La aportación del dr. Sánchez Garrido ha hecho que me resulte inevitable sugerir otro complemento. Y es que esa necesidad de que la opción por un cristianismo pleno tenga modo de salida al mundo actual requiere de una sólida espiritualidad para la acción, como la que tuvo san Pablo. Y, seguramente, quien mejor ha ofrecido una propuesta de espiritualidad bien armada para momentos agitados y cambiantes ha sido Ignacio de Loyola (la propia ACdP, ejemplo de opción paulina propuesto por el dr. Sánchez Garrido, señala en sus estatutos su raíz ignaciana). ¿En qué consiste?
Corría la agitada primera mitad del siglo XVI cuando el capitán Íñigo de Loyola, herido en la brecha de la muralla del asedio francés a Pamplona, incapacitado para la vida militar, comenzó un nuevo modus vivendi que fue discerniendo con el tiempo, y que se tradujo en seguir radicalmente a Cristo con una vida desprendida y entregada a la acción apostólica.
Dicho seguimiento recibió en Manresa, en 1522, una fuente de alimentación que se perfeccionó con el tiempo: los Ejercicios espirituales. Una experiencia en cuatro etapas con la que se pretende remover los afectos desordenados para, haciéndose indiferente a las cosas, poder cumplir en la vida el principio y fundamento de “alabar, hacer reverencia y servir a Dios” (Libro de los Ejercicios- EE- n. 23).
Para ello, se plantea una revisión de vida para que todas las intenciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza (EE 46), se sugiere dedicar tiempo al conocimiento interno de Cristo para que más le ame y le siga (EE 104), se sugiere la comunión con Cristo incluso en su dolor (tercera parte) y un reconocimiento del bien recibido para “en todo amar y servir a su divina majestad” (EE 233). Los Ejercicios propiciaron una vida espiritual, pero no en el sentido de vida apartada, sino de que toda la vida activa fuese guiada por el Espíritu o, como explicó el jesuita contemporáneo Luis María Mendizábal, una vida espiritual como amistad con Dios manifestado en Cristo.
Desde esa fuente de alimentación, Ignacio fue desarrollando una acción que se concretaba de diferentes formas, pero siempre en la brecha, con tres líneas comunes: 1º “ayudar a las almas”, 2º priorizar el servicio más necesario (ya por necesidad extrema de los beneficiarios, ya porque estos sean en los que más puede afectar la acción), 3º los estudios, como medio más efectivo de capacitarse para estos servicios. Esta vida “a la manera de apóstoles” (expresión habitual de san Ignacio), basada en el desprendimiento y la acción, se quería haber ejercido en Tierra Santa, pero, al no ser esto posible, se decidió hacerlo donde y como el Papa quisiese.
Fruto de las primeras órdenes del Papa, se fueron desarrollando misiones, obras educativas y una fuerte presencia universitaria de los Jesuitas. A partir de 1563, el Padre Leunis articula una asociación que dio cauce a que los laicos que quisieran comprometerse en dicho ideal pudiesen hacerlo: la Congregación Mariana (germen, cuatro siglos después, de la ACdP).
La opción ignaciana se caracteriza por realizar una experiencia espiritual fuerte que permita luego ser contemplativo en la acción. Esto es interesante, pues los ignacianos han sido, en general, personas con gran capacidad para cambiar de lugar. Dice Rod Dreher (entrevista del dr. Serrano Oceja para ABC) que, en estos tiempos de modernidad líquida (Zygmunt Bauman), la persona que tiene éxito es la que no se asienta y que “en la opción benedictina sugiero que los cristianos hoy deben encontrar estabilidad para contrarrestar la idea de la modernidad líquida”. No siempre será posible alcanzar estabilidad territorial. Pero un contemplativo en la acción seguramente tendrá estabilidad de alma.
Para conseguir esa espiritualidad fuerte no es necesario un apartamiento como el de los benedictinos, pero sí periodos fuertes de apartamiento: haciendo y repitiendo los Ejercicios espirituales o procurando vivir un periodo de formación lo mejor que se pueda. Uno de aquellos congregantes que fundaron la ACdP lo expresaba muy bien, en 1935, cuando decía “el hombre de acción intensa no debe ser lanzado al apostolado o a la propaganda sino después de una formación sólida, que siempre es larga, costosa y difícil” (Ángel Herrera Oria).
La opción benedictina, para las personas que no puedan irse a vivir a un lugar apartado con abadía benedictina (como hacen los personajes de la novela El despertar de la Señorita Prim), tal vez pueda ser opción ignaciana. La alternativa a esas comunidades sólidas apartadas habría de ser establecer ámbitos donde la formación sea larga y sólida, y, a partir de ahí, ser ágilmente contemplativos en la acción, priorizando la brecha sobre los ámbitos de menos necesidad o, como dice la jerga ignaciana presente, gente sólida para tiempos líquidos (José María Rodríguez Olaizola).