Rafael Miner | 13 de junio de 2018
Las raíces filosóficas del Mayo del 68 se hunden en el agnosticismo teológico que nació de Kant. Las mitificadas revueltas estudiantiles de París no fueron contra la Iglesia, pero generaron importantes tribulaciones en un entorno posconciliar.
Las protestas del Mayo del 68, revolución o mito, en la que aunaron inicialmente fuerzas estudiantes y trabajadores, hunden sus raíces en el inmanentismo kantiano de finales del siglo XVIII y primeros del XIX, y prosiguieron con el freudomarxismo, el rechazo a cualquier poder o autoridad, y el agnosticismo escéptico.
Se ha escrito que Mayo del 68 constituyó un fenómeno histórico de movilización social. Hay expertos que lo califican como “una revolución fallida”. Sin embargo, merced a la huelga general del 13 de mayo de 1968, los acuerdos de Grenelle del día 27 trajeron como resultado el aumento de un 35% en el salario mínimo y la inclusión de los sindicatos laborales en el interior de las empresas. Para los estudiantes franceses, el cambio se reflejó en la creación de representaciones de los estudiantes en las facultades. Fueron logros relevantes, pero sin duda menores comparados con el calado ideológico que subyacía, so capa de una autenticidad y un inconformismo elogiado por algunos sectores.
Porque lo que comenzó como un fenómeno con dos patas relativamente fáciles de focalizar -el fuerte crecimiento de la matrícula en la última década y más libertad sexual- fue tomando cuerpo con lemas como «prohibido prohibir» u otro recogido del Marqués de Sade, que parece contradictorio en sí mismo y con el espíritu del 68 (en parte), y que pudo verse en las paredes de la Sorbona en esas fechas: “La liberté est le crime que contient tous les crimes; c’est notre arme absolue” (“La libertad es el crimen que contiene todos los crímenes: es nuestra arma absoluta”). Sin duda, los grafiti tuvieron más impacto que las barricadas.
En realidad, ni los estallidos sociales ni las grandes controversias surgen de improviso. O, dicho en positivo, salvo conversiones instantáneas, las amistades, las lealtades o los grandes amores son procesos que se cultivan. Y sus consecuencias tampoco son de semanas o meses. Son de años, décadas, siglos.
El sustrato ideológico que emergió en las protestas del 68 tenía raíces antiguas. Por no remontarnos a Descartes y su “cogito, ergo sum” (“pienso, luego existo”), que sería motivo de un análisis, conviene poner el punto de mira en varios conceptos como antecedentes remotos: las tesis del filósofo de Königsberg Immanuel Kant (1724-1804); la autonomía de la conciencia moral ante cualquier instancia; y el denominado marxismo de rostro humano. Constituyen parte de lo que el profesor Josep Ignasi Saranyana, miembro de número del Pontificio Comité de Ciencias Históricas, ha llamado “el espacio teológico del 68”.
En efecto, “cuando Immanuel Kant dejó fuera del alcance del conocimiento metafísico a Dios, el alma y el universo, abrió las puertas al agnosticismo teológico, psicológico y cosmológico”, según el historiador. A su juicio, al fracasar la metafísica en su supremo intento, “la teología quedó a merced de sentimientos y emociones”.
En Kant se obra un auténtico «giro copernicano», aseguran el profesor Goñi Zubieta, doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona, y numerosos autores. “Ya no es el mundo, la realidad, el centro de todo, sino el sujeto. Ahora todo gira alrededor del yo”.
Tras la conocida tesis kantiana sobre el fenómeno y la imposibilidad de conocer la cosa en sí (el noúmeno), diversos neokantianos fueron explicitando la consecuencia de que “la razón nada puede decir sobre Dios”, señala el profesor Saranyana en unas páginas especiales de la revista Palabra sobre la crisis cultural de 1968. “El problema es, para ellos, cómo hablar de Dios a un mundo que supuestamente ya no entiende qué es Dios”. Era la «teología de la muerte de Dios» de una cierta generación teológica de los años sesenta.
En paralelo está la influencia marxista. Daniel Cohn-Bendit y otros estudiantes cantaban La Internacional, aunque ahora no deseen hablar de ello. Es cierto, como ha escrito Álvaro de Diego en el EL DEBATE DE HOY, que los comunistas se desmarcaron del movimiento del 68: “Los comunistas, desde L’Humanité, no tardaron ni un minuto en desmarcarse del ‘anarquista alemán (sic)’ y ‘falso revolucionario’ (se referían a Daniel Cohn-Bendit)”. Y hubo “duras críticas del Partido Comunista galo contra las agrupaciones universitarias más radicales (sic)”, constata De Diego. Pero ideas básicas del trostskismo revolucionario eran defendidas entonces, por ejemplo, por el amigo de Cohn-Bendit, Romain Goupil, hoy cineasta de ideas liberales.
“Esta generación se sentía atraída por ideas izquierdistas y anticapitalistas. Sus grandes referentes eran Marx, Freud, Mao y Marcuse”, escribe otro historiador, Onésimo Díaz. Y las protestas estudiantiles se mezclaban con “otras manifestaciones contestatarias de los años sesenta: lucha por la igualdad de los derechos civiles; reivindicaciones sindicales, ecologismo, feminismo y movimientos contraculturales”. A su juicio, “lo que pasó estaba en conexión con la crisis de la cultura contemporánea”.
“El Mayo del 68 no se hizo contra la Iglesia, pero acarreó consecuencias para ella”, afirmó a principios de año el rector del barcelonés Ateneu Universitari Sant Paciá, Armand Puig, a la revista Vida Nueva. “No podemos olvidar que el posconcilio estaba al rojo vivo” (…). En cuando a una posible “demonización” del Mayo francés, el rector Puig señalaba que “es más importante comprender el mundo que demonizarlo”.
En otro momento, el profesor Puig se refiere en la entrevista al rechazo de la autoridad: “La Iglesia estaba experimentando el posconcilio y, al mismo tiempo, procuraba insistir en los efectos del mensaje cristiano para el mundo, no solo para la Iglesia. En aquel momento, el 68 pone en entredicho el principio de autoridad, y propone una modificación radical de los comportamientos éticos en algunos campos sensibles, relacionados sobre todo con la moral de la persona”.
Tanto el profesor Armand Puig, en la entrevista con Vida Nueva, como el profesor Josep-Ignasi Saranyana, en el artículo en Palabra, se refieren a la encíclica Humanae Vitae, del beato Pablo VI, que será canonizado en octubre.
“Hay un nexo entre el cuestionamiento radical del principio de autoridad del Mayo del 68 y las reacciones que se producen ante la encíclica Humanae Vitae, y que se muestran críticas con el magisterio del papa Pablo VI, producidas en julio del mismo año”, afirma el profesor Puig. Y añade poco después: “Particularmente, el debilitamiento del principio de autoridad entró en la Iglesia y afectó a la adhesión al magisterio petrino”.
El profesor Saranyana explica que en febrero de 1960 se aprobó en Estados Unidos el uso del Enovid como anticonceptivo, y su empleo se extendió. Juan XXIII constituyó una comisión, “que Pablo VI confirmó y amplió. Sus conclusiones llegaron en un documento, que pasó a denominarse informe de la mayoría, frente a otro, de la minoría”. El beato Pablo VI promulgó la encíclica Humanae Vitae el 25 de julio de 1968, basándose en el informe de la minoría, y estableciendo que “en la vida matrimonial son inseparables la unión de los esposos y la apertura a la procreación”. Posteriormente, san Juan Pablo II publicó la instrucción Donum vitae (1987) y, años más tarde, la encíclica Veritatis splendor (1993), con los contenidos esenciales de la Revelación sobre el comportamiento moral.
“La contestación a la autoridad, típica del 68, pervive en ciertas posiciones eclesiales actuales que se muestran reacias al magisterio del papa Francisco”, señala el profesor Puig.