Andrés Ramos | 14 de octubre de 2018
En 1980 un francotirador acabó con la vida de monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, que dedicó su vida a denunciar la violencia en su país y a proteger a los más desfavorecidos. Un servicio que lo ha llevado camino de los altares.
Con especial gratitud, emoción y reconocimiento, recibimos la noticia de la canonización del arzobispo Óscar Arnulfo Romero (monseñor Romero), que tendrá lugar el 14 de octubre de 2018 en Roma, junto, entre otros, el beato Pablo VI y la madrileña Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús, fundadora de la Congregación de las Hermanas Misioneras Cruzadas de la Iglesia.
A finales de los años 70, cuando en España se emprendían tantas realidades nuevas y reformas, los en aquel momento más jóvenes, comenzamos a oír hablar de monseñor Romero. En aquella época, realizaba mis estudios en el Seminario Mayor de Santiago de Compostela y no tardé en tener entre mis manos su libro Cese la represión. El arzobispo de El Salvador se convirtió en un referente para muchos de nosotros, lo percibimos como un hombre valiente, un humilde profeta de Cristo y servidor del pueblo. Un gran obispo en medio de la gente, un santo “de la puerta de al lado”, un maestro, como dice el papa Francisco, “difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad”.
Hablaba con toda claridad, denunciando la violencia y defendiendo los derechos de los más desprotegidos, las injusticias contra los campesinos y los obreros, la persecución y violencia contra sus sacerdotes –algunos de ellos, como su amigo el jesuita Rutilio Grande, que murieron asesinados- y de todas las personas que acudían a él. Monseñor Romero se convirtió en un implacable protector de la dignidad de todos los seres humanos, con una caridad que “se extendía también a los perseguidores, a los que predicaba la conversión al bien y a los que aseguraba el perdón”, incansable buscador de una salida a la complicada situación que le tocó vivir.
Lo descubrimos como un hombre de Iglesia, comprometido con ella, así lo concretaba en su lema episcopal: “Sentir con la Iglesia”, una Iglesia, según sus palabras: “Defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana”, pero, por encima de todo, un obispo que buscaba la santidad; que “amó a sus fieles y a sus sacerdotes con el afecto y con el martirio, dando la vida como ofrenda de reconciliación y de paz”, tal como expresaba el cardenal Amato en la ceremonia de su Beatificación en la Plaza Salvador del Mundo de la ciudad de San Salvador, el día 23 de mayo de 2015, ante cerca de trescientas mil personas del Salvador y venidas de muchos otros países. El cardenal Amato siguió refiriéndose a Romero como “un sacerdote bueno, un obispo sabio, pero sobre todo era un hombre virtuoso. Amaba a Jesús, lo adoraba en la Eucaristía, veneraba a la Santísima Virgen María, amaba a la Iglesia, amaba al Papa, amaba a su pueblo. El martirio no fue una improvisación, sino que tuvo una larga preparación. Romero, de hecho, era como Abraham, un hombre de fe profunda y de esperanza inquebrantable”, un buen pastor del rebaño que Dios le había confiado.
Como recapitulación y resumen, recordamos las palabras finales –conmovedoras-, en su última homilía en la Catedral del Salvador, pronunciada el 23 de marzo de 1980, titulada “La Iglesia, un servicio de liberación personal, comunitaria, trascendente”. Se expresaba así: “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!” Es el mismo grito e ímpetu de Moisés de liberar al pueblo de toda esclavitud. Al día siguiente, un francotirador le disparó mientras celebraba la Eucaristía, justo antes de la Consagración. Tenía 62 años. Su recuerdo y memoria siguen permaneciendo muy vivos en el pueblo salvadoreño, que todavía hoy ha de realizar grandes esfuerzos por la justicia y la paz. Así lo expresaba el papa Francisco, preocupado ante el incremento de la violencia y la grave crisis económica del pueblo salvadoreño: “Aliento al querido pueblo salvadoreño a preservar unido en la esperanza y exhorto a todos a rezar para que en la tierra del beato Óscar Arnulfo Romero vuelva a florecer la justicia y la paz”.