Rafael Ortega | 20 de diciembre de 2017
Vivimos en una sociedad donde el consumismo tiene cada vez mayor presencia. En estas fechas, en las que todo parece girar en torno a regalos, fiestas y adornos, es necesario recordar el verdadero significado de la Navidad. La Navidad es Jesús.
No nos equivoquemos más: la Navidad es Jesús. Él fue el que quiso llegar hasta nosotros para redimirnos y esta redención no nos puede llegar en un mundo que vive en lo accesorio y más en estas fechas, cuando eso “accesorio” se convierte cada vez más en un consumismo desenfrenado.
La Navidad es Jesús, es su gran figura la que debemos tener presente. Todo lo demás, como decíamos, es accesorio o gira alrededor de esa única gran Verdad. Los regalos, las fiestas y los adornos están muy bien, pero no son nada en sí mismo. Debemos entender de una vez por todas que la fiesta no es nuestra, porque celebramos el Nacimiento de Jesús. Puede que el Milagro de Dios que se hizo Hombre tal vez no lo entiendan muchos o que algunos se empeñen en querer cambiarle el sentido, pero sin Jesús no habría Navidad y sin Navidad no habría Cruz ni Resurrección, ni Redención ni Iglesia ni Esperanza. Estaríamos perdidos a nuestra suerte en un mundo sin Amor. ¿Se figuran ustedes un mundo sin amor?
Como nos decía el Papa en el Ángelus del domingo 17 de diciembre, tercero de Adviento: “La alegría del cristiano no se compra: no se puede comprar; mana de la Fe y del encuentro con Jesucristo, razón de nuestra felicidad. Y cuanto más arraigados estamos en Cristo, cuanto más cerca de Jesús estamos, más encontramos serenidad interior, aun en medio de las contradicciones cotidianas. Por ello, el cristiano, habiendo encontrado a Jesús, no puede ser profeta de desventuras, sino testigo y heraldo de alegría. Una alegría que hay que compartir con los demás; una alegría contagiosa que hace menos fatigoso el camino de la vida”.
Francisco nos ha mostrado cómo debemos vivir estas fechas: “Con alegría que debemos compartir con los demás”. Eso es lo importante, porque este tiempo de Adviento, que termina precisamente el día de Nochebuena, tiene como propósito ayudarnos a poner las cosas en su justa perspectiva. Esperamos a alguien y su llegada lo significa todo en la vida del cristiano. Este es tiempo de reflexión y de volver la mirada y el corazón a Dios. Es tiempo de tomar decisiones y de cambiar radicalmente la vida, no de cambiar por cambiar, para ser mejores, más humanos, más como Jesús que, teniéndolo todo, quiso dejarlo para venir a estar a nuestro lado para que sintiéramos toda la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del Amor de Dios.
Este es tiempo de ponernos en camino y seguir esa estrella imaginaria, no la que nos colocan los grandes almacenes o la que nos llega por los medios. Es tiempo de buscarlo en nuestro prójimo y, una vez encontrado, postrarnos ante el pequeño Niño Dios que nace de nuevo. Es tiempo de regalar, sí, pero también es tiempo de entrega de nuestro tiempo, de nuestro esfuerzo, de nuestra vida y de nuestros sueños. Es tiempo de la Navidad de Jesús.
Quiero recordar aquí las palabras de Francisco cuando visitó a los refugiados en la localidad italiana de Lampedusa: “Pidamos al Señor que quite lo que haya quedado de Herodes en nuestro corazón; pidamos al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, de llorar por la crueldad que hay en el mundo, en nosotros, también en aquellos que en el anonimato toman decisiones socioeconómicas que hacen posibles dramas como este. ¿Quién ha llorado? ¿Quién ha llorado hoy en el mundo?
Unas duras palabras del Papa que nos llevan en este Adviento a sacar de nosotros todo lo que huela a pasotismo ante el prójimo y que tratemos todos de olvidar que el consumismo, el dinero, en definitiva, no debe ser nuestro único objetivo. La Navidad es Jesús. No pasemos de lado sobre esta verdad y, si no somos capaces de seguir siendo testigos aptos para contagiar lo que se vivió hace más de dos mil años, falta lo esencial. Lo demás es accesorio.