Manuel Bru | 28 de noviembre de 2017
Sabemos a ciencia cierta que Arabia Saudí está en el ranking de los países más intolerantes del mundo en cuanto a libertad religiosa se refiere. Y también sabemos que, a excepción del mencionado gesto presumiblemente solo protocolario o con incidencia únicamente vinculada a la compleja relación entre Arabia Saudí y El Líbano, la persecución religiosa extrema de la férrea monarquía saudí no tiene visos de menguar ni un ápice en un futuro próximo.
Recelosa no solo de reconocer la libertad religiosa, sino también de otras libertades proclamadas por la Declaración Universal de los Derechos Humanos como son las que tienen que ver con los derechos de las mujeres o la libertad de expresión, Arabia Saudí cuenta con un 30% de extranjeros entre sus habitantes, entre los que, junto a budistas e hindúes, hay más de un millón y medio de católicos, procedentes fundamentalmente de la India y de Filipinas. Sin relaciones diplomáticas con la Santa Sede, los derechos de los cristianos están muy restringidos sufriendo no sólo un toleracionismo grave (rechazo social, discriminación laboral, inhabilitación política, etc…) común a la mayoría de los países árabes del entorno, sino de una persecución religiosa de forma directa, pues los cuatro pilares básicos de la libertad religiosa (libertad de culto, libertad de manifestación pública, libertad de enseñanza, y libertad de agrupación) están prohibidos. Y por su puesto, los no musulmanes no pueden acceder a la ciudadanía saudí.
Pero aún más grave y extrema es en Arabia Saudí la persecución religiosa de los musulmanes que, por contagio de la amplia comunidad cristiana afincada en el país, optan por convertirse al cristianismo. En este caso el sistema jurídico del país que se enorgullece de ser la cuna del Islam, donde están emplazados sus dos santuarios más sagrados (La Meca y Medina), castiga con la pena de muerte a quien ose tal provocación, pues no cabe mayor crimen tanto desde el punto de vista moral como legal que éste. Sin necesidad de un Código Penal escrito, a todos se les debe aplicar la sharía, para la que la conversión de un musulmán a católico es considerada como la más grave de las blasfemias.
Cristianos perseguidos en el Líbano . La guerra contra el Estado Islámico destapa su calvario
Es más, por indicación de una ley promulgada en 2014, se consideran la blasfemia y la defensa del ateísmo como actos terroristas. Blasfemia puede ser cualquier gesto que muestre la más mínima conformidad o proximidad al cristianismo o a los cristianos, castigada con la cárcel y la flagelación. Al sólo admitirse el “purismo” de los suníes, la minoría chií sigue sufriendo discriminación social, económica y política. Por todo ello Arabia Saudí es considerado uno de los países que con mayor ahínco violan de modo sistemático, continuado y atroz la libertad religiosa.
Por otra parte está la actuación de Arabia Saudí en el extranjero. No pocos analistas consideran que su promoción de mezquitas en Europa, financiadas con dinero saudí, van ligadas a la promoción (y consiguiente sustitución en no pocos casos) de clérigos musulmanes al frente de las mismas con perfiles no precisamente muy dialogantes. Además, desde el Parlamento Europeo algunos diputado españoles e italianos han intentado sin éxito (y esto ya es algo de lo que no podemos culpar a los saudíes sino a la complacencia europea), que se condicionase el permiso para que Arabia Saudí financiase mezquitas en territorio europeo a que en territorio saudí se permitiese la construcción de iglesias cristianas.
La previsión no es precisamente de decrecimiento sino de incremento de la persecución religiosa, ya que se puede dibujar una línea ascendente desde que falleció el Rey Abdalá (2015), que rebajo la actuación policial en relación a los “delitos religiosos” tras entrevistarse con Benedicto XVI (2007). Bajo el mandato del actual monarca, el Rey Salman, se mantiene la interpretación estricta de la sharía que impone el islam de los wahabíes.