Antonio Olivié | 04 de agosto de 2017
Ragheed Ganni había nacido en Karemles, una aldea de mayoría católica del entorno de Mosul, en 1972. Pertenecía a la comunidad caldea, en una tierra donde todavía conservan el idioma arameo, el mismo que se hablaba en tiempos de Jesús hace 2.000 años. Desde pequeño vivió, como todos sus conciudadanos, en un clima bélico, con la guerra entre Irak e Iran que comenzó en 1980 y se mantuvo durante ocho años. Después viviría también la invasión de Kuwait por parte de Irak y las dos guerras contra EEUU.
En ese clima, el padre Ragheed vio clara su vocación al sacerdocio. Una decisión madurada después de años de universidad y del servicio militar obligatorio. Tenía 24 años cuando el obispo de Mosul decidió que realizara sus estudios en Roma. Años después, ya ordenado sacerdote retorna a Irak, desde donde escribe a sus amigos diciendo que “he regresado a un país cuya característica más evidente es el caos, como consecuencia de la invasión americana (o la ‘liberación’, como la define la coalición, pero es un detalle sin importancia porque las consecuencias son las mismas)”.
Durante sus cinco años de servicio en una parroquia de Mosul sufre constantes amenazas, en un entorno de torturas y crímenes contra cristianos. Por eso, cuando les dice a sus padres que tiene la foto para su funeral no está bromeando. Tiene asumido que no se morirá en una cama. De hecho, los testigos de su asesinato recuerdan cómo los terroristas le habían advertido de que debía cerrar la Iglesia. Su respuesta es clara: “No puedo cerrar la casa de Dios”.
Y es ahí donde se entiende la decepción de sus hermanos en la fe ante la escasa valoración de su martirio. Todos recordamos cuando, en una iglesia francesa, dos islamistas radicales degollaron a un sacerdote, Jaques Hamel, que estaba celebrando Misa. Inmediatamente se produjo una ola de solidaridad y se pidió que fuera declarado santo. La diferencia entre el padre Hamel y el iraquí Ragheed es que el primero no vivía amenazado, no sabía que su vida estaba en riesgo por el mero hecho de celebrar la Santa Misa.
Tiene asumido que no se morirá en una cama. De hecho, los testigos de su asesinato recuerdan cómo los terroristas le habían advertido de que debía cerrar la Iglesia. Su respuesta es clara: No puedo cerrar la casa de Dios
En esta clave se entiende que algunos católicos caldeos se sientan minusvalorados en la Iglesia Católica, como si fueran víctimas o mártires de segunda categoría. Mantener la fe y conservar los templos y la actividad litúrgica en muchas zonas de Irak es heroico, incluso podríamos decir que temerario.
He tenido la fortuna de conocer personalmente a un compañero y amigo de Ragheed. Sabe que regresará en unos meses a Irak y sabe que se juega la vida por su fe. Está dispuesto al martirio por defender a su comunidad, pero le duele especialmente que apenas se conozca y valore el sacrificio de sus hermanos.
Mantener la fe y conservar los templos y la actividad litúrgica en muchas zonas de Irak es heroico, incluso podríamos decir que temerario
Tras el asesinato de Ragheed, el ISIS intentó también eliminar cualquier huella de este mártir cristiano destrozando la lápida que está sobre su tumba. Ahora, tras la derrota de los terroristas en esta zona de Irak, los amigos de Ragheed la han reconstruido. Frente a la violencia y el terror, insisten en mantener vivo el recuerdo, y por eso reclaman que los católicos de todo el mundo no les olvidemos.