Arsenio Fernández de Mesa Sicre | 14 de noviembre de 2017
La Iglesia está viva y entre sus muchos rostros encontramos el de aquellos jóvenes que dan su sí rotundo a entregarse por completo a Dios y a los hombres. Seminaristas y novicias que son la imagen de la alegría del Evangelio.
Recuerdo que, poco después de su renuncia al Pontificado, Benedicto XVI exclamó emocionado desde la Plaza de San Pedro: «Veo que la Iglesia está viva, en un momento en el que muchos hablan de su declive». No hacía Ratzinger con estas palabras un brindis al sol para tranquilizar las conciencias pesimistas y agoreras: la Iglesia está viva, muy viva. Basta abrir un poco los ojos para contemplar cómo nuestro mundo está invadido de tantísimos cristianos en todos los ámbitos sociales que con su testimonio y su palabra transmiten nítidamente el mensaje de Jesús de Nazaret. Un católico que vive limpiamente su noviazgo, otro que es fiel a sus amigos, aquel que trata a sus compañeros de trabajo como hermanos y no como rivales, el de más allá que vive su matrimonio como camino de entrega o ese que dedica su tiempo a ayudar a los más pobres y enfermos es transparencia de Jesucristo entre los hombres. Ese transmite el Evangelio y contribuye a que la Iglesia esté viva sin necesidad de meterse a cura o a monja, pues la felicidad en la vida no consiste tanto en estar en una parroquia o en un convento como en responder al plan que Dios tiene para cada uno. A esto están llamados casi todos los jóvenes: a vivir una vocación cristiana en medio del mundo. seminaristas
Pero hay jóvenes a los que Dios les pide la vida entera. Jóvenes que son llamados a renunciar a un amor humano para entregarse plenamente a Dios y por Dios a todos los hombres. Sin merecimiento alguno por su parte, son elegidos para seguir a Jesucristo más de cerca y prolongar su misión en la Tierra. Y eso es un escándalo para buena parte de la sociedad: ¿cómo un joven, con toda una vida por delante y un futuro prometedor, es capaz de renunciar a formar una familia, a conseguir un buen puesto trabajo, a adquirir una notable posición social o a ganar mucho dinero? Los criterios de felicidad por los que se mueve el mundo, centrados en el tener y olvidados del ser, hacen difícil la comprensión de la vocación sacerdotal. Basta comprobar cuáles son las reacciones ante noticias de que una joven con la carrera recién terminada decide hacerse monja o que un joven universitario elige abandonar los estudios para meterse a cura. La sociedad se compadece de ellos: ¡pobres chicos y desgraciadas chicas que han renunciado a la felicidad, sepultando todo lo bello que ofrece la vida! En mis años de Seminario, he constatado con creces que semejantes afirmaciones no resisten el menor análisis. Esos chicos y chicas son alegres, dichosos, felices porque han descubierto un amor más grande por el cual vale la pena dejar cualquier otra cosa. He podido tratar con muchísimos sacerdotes que no te hablan de sus egoísmos sino de grandes ilusiones por acercar a la gente a Dios. Ahí está el secreto de su felicidad: vivir para los demás.
Los seminaristas no somos seres extraños venidos de otro planeta, a los que solo nos gusta incensar imágenes sagradas, cantar música gregoriana o revestirnos con toda clase de ornamentos litúrgicos. Somos hombres sacados de este mundo que participamos de sus alegrías y sus sufrimientos. Hemos sentido la llamada de Dios para estar con Él, entablando una intensa relación a través de la oración, los sacramentos y la caridad pastoral, pero esa llamada se completa con el envío a la sociedad de la que fuimos sacados para llevarla a Jesucristo. El Seminario no es tanto un lugar físico donde permanecer encerrados sino un tiempo de preciosa e intensa formación espiritual, humana, comunitaria, académica y pastoral. Pero siempre abiertos a la realidad, huyendo de las burbujas. Los seminaristas disfrutamos con las cosas buenas de este mundo: un buen paseo, un gran libro, unas cervezas con amigos, un decisivo partido de Champions League o una agradable comida con la familia. Lo contrario sería pervertir la llamada de Dios, expulsando a Jesucristo de un mundo al que quiso venir para redimirlo. Tenemos que amar con pasión a esta sociedad, buscando a todos los hombres para escucharlos y comprenderlos. Ser Cristo que camina entre ellos. Y para caminar entre los hombres hay que ir a buscarlos donde están, no donde nos gustaría que estuvieran, algo que repite con frecuencia el cardenal Carlos Osoro.
La juventud es una época arrolladora. Es el tiempo de los grandes ideales, de soñar con un futuro mejor, de entregarse a nobles metas, de comprometer la propia vida para cambiar el mundo. Qué pena da ver a esos «jóvenes jubilados que han tirado la toalla antes de empezar el partido», como afirmaba el papa Francisco durante la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia. Son aquellos sin ilusión ni ambiciones, incapaces de elevar los ojos hacia una realidad que esté más allá de ellos mismos. Han perdido las ganas de buscar la verdadera felicidad y no conformarse con las anestesias del alcohol o el sexo. Los cristianos estamos llamados a despertar a esos jóvenes, a los que Dios también llama a una vida plena, abriéndoles un nuevo horizonte, haciéndoles comprender de un modo nuevo su existencia y lanzándoles a una misión maravillosa de servicio a todos los hombres. Qué bella es la vida de aquellos jóvenes que se sacrifican por amor, que renuncian a su egoísmo para entregarse a los demás, que apuestan todo en la vida por ambiciones nobles. Y esto no es patrimonio de sacerdotes y monjas, de seminaristas y novicias, sino de todos los cristianos.
Echemos una mirada a la sociedad en la que vivimos y comprobaremos hasta qué punto la gente anda sedienta de respuestas. Las personas buscan el sentido de su vida, pero ese sentido tratan de encontrarlo muchas veces en lugares equivocados. Dijo el papa Francisco que «hay jóvenes que pierden hermosos años de su vida y sus energías corriendo detrás de vendedores de falsas ilusiones». Conscientes de esta realidad, que incrementa la responsabilidad de los cristianos por predicar el mensaje del Evangelio, alegrémonos de que siga habiendo jóvenes dispuestos a soñar, a sacrificarse, a entregar su vida por un ideal noble, a renunciar a sus propios planes para servir a todos los hombres. Alegrémonos porque haya jóvenes que respondan a la llamada de Dios. Los seminaristas de hoy seremos los sacerdotes de mañana, quienes iremos detrás de los hombres para decirles que existe Dios, que ese Dios los ama con locura y que quiere hacerles plenamente felices. No se equivocaba Benedicto XVI cuando decía que la Iglesia está viva. Transmitamos con alegría y generosidad esa vida a todos los hombres.