Juan Caamaño | 18 de marzo de 2018
Transcurridos unos días de la muerte de Stephen Hawking, me aventuro a imaginar la faz de su rostro ante la multitud de sorpresas con las que se ha debido encontrar. El astrofísico, cuyo recorrido en cuanto a sus creencias pasó del agnosticismo a un ferviente ateísmo, afirmaba que «el cerebro no es más que un ordenador que dejará de funcionar cuando sus componentes fallen», y tenía razón, pero solo en cuanto al cerebro, porque se olvidaba del alma. Y esta habrá sido su primera gran sorpresa: descubrir que tras la muerte hay vida. Aseguraba, también, que «el cielo es un cuento de hadas para las personas que tienen miedo a la oscuridad», sin entender que para quienes creemos en el Cielo la oscuridad no existe, pues nos guía la Luz que bajó precisamente del Cielo y se hizo hombre entre los hombres. ¡Menuda sorpresa la suya al comprobar que hay un Cielo y Dios existe!; más aún, y que no es la personificación de la teoría cuántica, sino un Padre misericordioso que lo acoge si él se deja acoger.
Remembering Stephen Hawking, a renowned physicist and ambassador of science. His theories unlocked a universe of possibilities that we & the world are exploring. May you keep flying like superman in microgravity, as you said to astronauts on @Space_Station in 2014 pic.twitter.com/FeR4fd2zZ5
— NASA (@NASA) March 14, 2018
La muerte le habrá permitido también a Stephen Hawking confirmar, ahora con total certeza, algunas de sus más arriesgadas teorías sobre el universo, de la misma manera que ya tendrá respuestas para muchas de las preguntas que le quedaban por resolver. Y, ¡por qué no decirlo!, habrá descansado de tanta tecnología que rodeaba su cuerpo y su vida. En ese sentido, hemos de reconocer y admirar su permanente lucha contra una cruel enfermedad, su capacidad de superación ante la desgracia, junto a sus enormes ansias de vivir, tantas que lo llevaron a decir: “Tenemos esta vida para apreciar el gran diseño del Universo, y por eso estoy extremadamente agradecido».
Los postulados de Stephen Hawking, y su propia vida personal, siempre me llevaron a imaginar lo sugestivo y entrañable que hubiera sido un encuentro-coloquio con un compatriota suyo: Gilbert Keith Chesterton, algo imposible en nuestro tiempo histórico, pues el científico nacía seis años después de la muerte del escritor. ¿Se imaginan tal encuentro? Y hago uso de los términos «sugestivo» y «entrañable» por el hecho de que ambos gozaban de la virtud de la sana ironía y el buen humor.
Pero centrando el coloquio en los temas propios de sus conocimientos, imagino a Hawking elevando a la ciencia a la categoría suprema, la que da respuestas a todo, la que explica el cómo y el porqué del universo sin la necesidad de un creador. Y a Chesterton respondiéndole con las palabras que dejó escritas en Ortodoxia: “El poeta solo pretende llegar con su cabeza hasta el cielo. En cambio, el lógico pretende meter el cielo en su cabeza. Y lo que ocurre es que la cabeza estalla”. Chesterton no rechazaba la ciencia, y por supuesto la lógica, pero achacaba ciertas locuras del mundo a un mal uso de la razón. Su argumento era que la ciencia tiene un campo de actuación, y sus objeciones iban contra aquellos científicos que traspasaban su ámbito propio. El escritor se reconocía como materialista, entendiendo por tal que vivimos en la materia y somos materia, pero prevenía contra las demostraciones científicas basadas en un excesivo optimismo que acaban llevando a la persona a la desesperanza. Con su fina ironía decía: “Cuando la gente dice que la ciencia ha sacudido su fe en la inmortalidad, ¿qué quieren decir? ¿Pensaban que la inmortalidad era un gas?” Frente a la arrogancia, decía Chesterton, hemos de asumir la contingencia propia del ser humano, aceptar nuestras limitaciones, y para ello nada mejor que hacerlo desde la humildad.
¿Destruirá la ciencia a la religión? . Una premisa errónea que no beneficia a la sociedad
La inquietud de Stephen Hawking por conocer el universo lo llevó inevitablemente a profundizar en el tiempo y la eternidad, llegando a la conclusión de que el concepto de eternidad no tenía sentido después de la Teoría de la Relatividad y el descubrimiento de la expansión del Universo: “La eternidad es mucho tiempo, especialmente hacia el final”. Con estas palabras cerraba la cuestión. Y, una vez más, imagino su asombro cuando ahora está inmerso en esa eternidad que él siempre negó, pudiendo, además, compartir sus pensamientos con quienes en el pasado trataron de entender y gozar de la eternidad.
Otros, antes que «nuestro» científico, se preocuparon por tan insondable cuestión. La leyenda y la historia se unen en las personas de dos monjes inquietos por entender la eternidad, la gloria celestial, y a ello dedicaban horas y horas de su tiempo mientras paseaban por los montes cercanos a sus respectivos monasterios. Uno era Virila, abad del monasterio de San Salvador de Leyre en tierras navarras durante la primera mitad del siglo X; y el segundo, de nombre Ero, gobernaba el monasterio gallego de Armenteira en el siglo XII. Con dos siglos de diferencia, ambos encontraron la respuesta a sus inquietudes en la frondosidad del bosque; cansados física y mentalmente ante el dilema que trataban de resolver, tomaron asiento mientras su vista se dirigía hacia un pequeño ruiseñor que emitía por su pico un divino canto, tan hermoso que entraron en un dulce sopor. Al despertar, la faz de sus rostros mostraba una inmensa felicidad, que se convirtió en sorpresa cuando percibieron que el bosque, los caminos y el propio monasterio ya no eran como ellos lo conocían. La leyenda nos dice que lo que ellos creyeron una breve siesta había sido un largo sueño, de trescientos años en el caso de Virila y doscientos en el de Ero, siendo este el modo como Dios les había permitido superar el tiempo histórico lineal para entrar en la dimensión celestial, donde el tiempo, eterno e igual a sí mismo, aglutina el pasado, presente y futuro.
#TalDíaComoHoy en 1221 nace Alfonso X de Castilla, el Sabio. Durante su reinado fomentó la producción científica y literaria. Patrocinó la Escuela de Traductores de Toledo y creó la Mesta. Aspiró a coronarse emperador, pero no obtuvo éxito. pic.twitter.com/lNNqczUmCq
— Archivos de la Hist. (@Arcdelahistori) November 23, 2017
Al interés del pueblo llano por las leyendas, se unió en este caso la atención por parte de la cultura y la teología, que han dedicado tiempo y palabras a analizar el deseo de los monjes por alcanzar el conocimiento supremo y la vida eterna. Posiblemente Stephen Hawking no conociese que Alfonso X el Sabio dedicó la Cantiga CIII a O monxe e o paxarillo, que Rosalía de Castro recordó el milagro en la poesía San Ero, o Valle Inclán lo hace en Aromas de leyenda, pero estoy seguro de que la lectura sosegada de la Cantiga le hubiese permitido disfrutar aquí en la tierra de un instante de eternidad. Hoy ya no tiene sentido que él la lea, pero el lector de estas humildes palabras disfrutará con algunos de sus versos, y posiblemente entre en un profundo sopor:
En recuerdo de Stephen Hawking. Que Dios misericordioso le conceda el regalo de la Vida Eterna.