Javier Arjona | 29 de junio de 2017
RAZÓN Y FE EN EL SIGLO XXI (II) Aunque la ciencia del siglo XXI es capaz de dar respuestas sobre el «cómo» a casi todas las grandes preguntas que la humanidad se viene formulando, llega un momento en que, inevitablemente, tiene que dejar paso a la fe para encontrar una explicación al «porqué».
En el siglo XVII, el clérigo irlandés James Ussher, arzobispo de Armagh, publicó un curioso libro titulado Los anales del mundo. En dicha obra, y basándose en el estudio literal de la Biblia, el prelado llegó a la conclusión de que Dios creó el mundo el 22 de octubre del año 4004 a.C., a las 18:00 horas, concretamente al anochecer de aquel día. Aunque se agradece tal grado de precisión, seguramente influenciado por las corrientes del empirismo y el racionalismo de la época, hoy en día sabemos que su conclusión está bastante alejada de la realidad.
Ne l'oublions jamais, et cherchons nos idéaux en plongeant nos yeux curieux dans le ciel et dans l'Univers. pic.twitter.com/rzODkCumVF
— CosmoloGif (@CosmoloGif) November 18, 2015
Dice el Génesis, en su capítulo 1, versículos 1 y 2: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era caos y confusión: la oscuridad cubría el abismo y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas». Por tanto, si el universo no existe desde siempre, ¿cuándo se supone que Dios creó el cielo y la tierra? ¿Podríamos establecer que hace 100.000 años? ¿Tal vez 100 millones de años? ¿1.000 millones de años?… ¿Se puede realmente saber un dato así?
La ciencia comenzó en el siglo XX a aportar datos sobre una explosión difícilmente imaginable que tuvo lugar a partir de un punto de materia de densidad casi infinita. Desde el año 1929, comenzaron a publicarse las primeras pruebas de aquel extraordinario fenómeno que hoy se conoce como big bang, a partir de los estudios del astrónomo norteamericano Edwin Hubble. Basándose en las investigaciones de George Lamaître, sacerdote jesuita, astrónomo y profesor de física, Hubble descubrió que las galaxias visibles a través del telescopio se estaban alejando entre sí, pudiendo constatar este fenómeno a partir de la evolución hacia el rojo de las longitudes de onda del espectro visible asociadas a la luz emitida por dichas galaxias.
Por tanto, el universo estaba en expansión y creciendo de manera acelerada. Si las galaxias se alejaban unas de otras, se podía suponer que, retrocediendo en el tiempo, una vez estuvieron juntas formando aquella masa inicial de gigantesca densidad. Años más tarde, los físicos Arno Penzías y Robert Wilson, que recibieron el Premio Nobel de Física en 1978, descubrieron la denominada radiación cósmica de fondo de microondas, que no era otra cosa que el eco de aquella primigenia explosión. La sonda WMAP de la Nasa, lanzada al espacio en 2001, fue capaz de medir esta radiación de fondo y establecer de forma precisa la edad del universo en 13.800 millones de años.
Así pues, el universo tuvo un comienzo y desde ese momento está en expansión, lo que significa que es finito y tiene, por tanto, principio y fin. Podríamos asemejarlo a un inmenso globo que se va hinchando y crece haciéndose cada vez más grande. Es curioso cómo el filósofo humanista Nicolás de Cusa en el s. XV rechazó la imagen tradicional de un cosmos girando en torno a una Tierra inmóvil, para postular que el universo no tenía centro o, mejor dicho, que su centro estaba en todas partes porque era Dios. Obviamente, es pura casualidad, pero esta es la actual concepción del universo, un globo que se expande desde todos sus puntos hacia el exterior.
Científicos de la talla de Christophe Galfard, doctor en Física por la Universidad de Cambridge y discípulo aventajado de Stephen Hawking, sostienen que la extensión actual del universo es de 46.000 millones de años-luz, una distancia complicada de entender bajo nuestros parámetros terrestres. Si viajáramos a la estrella más cercana a nuestro sistema solar, Alfa Centauri, situada a una distancia de 4,2 años luz de la Tierra, a una velocidad de 7.000 m/s, similar a la de la Estación Espacial Internacional, tardaríamos alrededor de 180.000 años en llegar. Con estas cifras. se hace casi imposible imaginar lo que supondría, en términos de tiempo, la travesía de cruzar el universo de extremo a extremo.
Entendido entonces el origen y extensión del universo, la siguiente pregunta podría ser: ¿Y qué hay más allá del Universo? ¿Qué hay fuera del globo en expansión? Parece sensato pensar que, sea lo que sea, es lo mismo que había alrededor de la partícula original del big bang, momentos antes de la gran explosión. Cuando se le formuló la pregunta sobre qué había antes del big bang al físico teórico Stephen Hawking, una de las mentes más prodigiosas de nuestro tiempo, respondió literalmente: «Nadie lo sabe».
Hawking declaró, en su última visita a España en 2014: «No hay ningún Dios. Soy ateo. La religión cree en los milagros, pero estos no son compatibles con la ciencia». Parece coherente pensar que los milagros no son compatibles con la ciencia, al menos a priori, pero si la ciencia no es capaz de llegar a explicar lo que había un segundo antes del big bang, quizás es que entonces… sí se produjo un milagro. Lo que parece improbable desde una perspectiva científica es concebir una irrupción súbita y aleatoria del universo. Desde la ciencia no tiene sentido y desde el sentido común falta algo. Como decía Arthur Schawlow, premio Nobel de Física en 1981: «Me parece que al encontrase uno frente a frente con las maravillas de la vida y del universo, debe preguntarse por qué y no simplemente cómo.»
Roger Penrose, físico y profesor emérito de Matemáticas en la Universidad de Oxford, estableció que la probabilidad de que el universo, originado de manera aleatoria, presente la perfección y precisión que conocemos es del orden de 1 entre 101230. Por poner esta cifra en contexto, los matemáticos establecen que un suceso que tenga una probabilidad de ocurrir de 1 entre 1050 es imposible que ocurra.
A su vez, Alfred Hoyle, astrofísico de la Universidad de Cambridge, puso el ejemplo del tornado y las piezas de un Boeing 747 para explicar la extraordinaria ordenación de las partículas que forman el cosmos. Suponiendo desmontadas todas las piezas de un avión (chapas, tornillos, cables…) sobre el césped de un campo de fútbol, imaginó un gigantesco tornado que por efecto aleatorio de la casualidad dejase, en cuestión de minutos, todas las piezas montadas con el avión en funcionamiento y preparado para el despegue. Sería tan improbable como que dicho tornado fuera capaz de autoconstruir la Catedral de Notre Dame de París a partir de las piedras sueltas de una cantera.
Si ambos sucesos es imposible que ocurran, es aún más improbable, desde un punto de vista matemático, que el universo se haya podido formar, tal y como es, fruto de la casualidad. Aunque la ciencia es capaz de explicar casi todo aquello que nos rodea, hay misterios que no puede justificar y en esa búsqueda de respuestas es donde el sentido común nos lleva a preguntarnos el porqué a través del camino de la fe. Probablemente por ello, el propio Stephen Hawking, de manera contradictoria con la propia ciencia, dijo aquella frase de: «El universo no solo tiene una historia, sino cualquier historia posible».