Juanma Pérez-Noya | 08 de diciembre de 2018
«Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no saben nada de fútbol». Eduardo Sacheri, autor de esta frase, es de origen argentino. Cómo no. Si hay un país que siente que el balón está cosido a su alma, es este. Sin embargo, la pasión desbocada a veces puede tornarse en violencia. Sobre todo, cuando las circunstancias sociales, económicas e incluso políticas incitan a ello. Y aquí, el Boca-River es el perfecto paradigma.
En los últimos días, todo el planeta ha asistido a los incidentes que han rodeado la final de la Copa Libertadores. La ida, en La Bombonera, se retrasó un día por la lluvia. Solo acudieron aficionados de Boca, ya que, desde hace años, en Argentina está prohibido que las hinchadas visitantes accedan a cualquier estadio. Las batallas campales eran frecuentes tanto dentro como fuera del recinto deportivo, por lo que se tomaron medidas drásticas. Aun así, lo ocurrido en la vuelta ha demostrado que esta no es la solución.
Lamentable: así agredieron al micro de Boca en su llegada al Monumental para la final con River. Así arriunan la fiesta de todos… pic.twitter.com/AY1Hu7FeBg
— Diario Olé (@DiarioOle) November 24, 2018
El ataque de los ultras de River al autobús de Boca ha provocado que el duelo definitivo tenga que disputarse a 10.000 kilómetros de distancia, en el Santiago Bernabéu. La Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol) pretende así evitar que los barras bravas viajen hasta Madrid, donde esperan “una fiesta del fútbol, libre de violencia”.
El problema es grave y está arraigado en el fútbol e, incluso, en la sociedad argentina. ¿Acaso va a arreglarse echando a media afición del estadio o poniendo un océano de por medio? No. Huyendo hacia delante no se acaba con más de un siglo de rivalidad mal entendida, la del Boca-River.
Y es que, aunque ahora sean enemigos irreconciliables, en su origen surgieron casi de la mano. El barrio de la Boca, uno de los más humildes de Buenos Aires, vio nacer a los dos equipos más grandes del hemisferio sur. Sin embargo, en 1938, el River se mudó al Monumental, un estadio ubicado entre las zonas de Núñez y Belgrano. Su marcha al sector rico de la ciudad, además de varios fichajes de renombre, les hicieron ganarse el apodo de ‘millonarios’.
Mientras, los de azul y oro pasaron a ser el equipo favorito de las clases populares. La colonia italiana se inclinó mayoritariamente por los xeneizes (genoveses, en el dialecto de los procedentes del noroeste transalpino). Además, a partir de los años 30, sus enfrentamientos se fueron tornando más y más calientes. Poco después, los de la franja roja comenzaron a llamar despectivamente bosteros a sus rivales (en alusión a la bosta, es decir, los excrementos del ganado que abundaba por esta barriada de casas bajas). En los 80 y los 90 era común que la barra de River acudiese con mascarillas al Monumental, llegando incluso a tirar centavos a la afición local.
Por su parte, la hinchada de Boca pasó a calificar de gallinas a los del barrio de Núñez. Fue a partir de 1966, después de que Peñarol remontase al equipo millonario una final de la Libertadores que ganaban dos a cero. Curiosamente, tanto Boca como River hicieron propios los desprecios de sus rivales, así que es común ver a aficionados acudir al Monumental vestidos con picos y plumas, o que en La Bombonera se presuma del origen humilde de la institución.
La rivalidad, eso sí, adquirió un cariz violento a partir de los 70. Los sectores más ultras de la afición comenzaron a ganar poder. Los presidentes de ambos clubes hacían constantes concesiones a los barras bravas a cambio de que cargasen contra sus opositores. Desde entonces, es común que los radicales vivan de ser fanáticos de sus equipos, dedicándose a la reventa de las entradas que les suministra la propia directiva. Los jugadores, además, solían pagarles los gastos en los viajes acompañando al equipo. Si no lo hacían, se exponían a las represalias de sus propios aficionados. Lo mismo ocurría si los resultados comenzaban a ser negativos.
El Abuelo, líder de ‘La 12’, la grada ultra de Boca, quemó la casa de Ruggeri, que se pasó al conjunto millonario. También entró, pistola en mano, al vestuario de los xeneizes, insinuando que, si no ganaban la liga, atentarían contra alguno de ellos. Años después, sus sucesores rociaron con gas pimienta a los jugadores de River en una eliminatoria de la Libertadores. En el bando gallina, varios fanáticos saltaron al campo y, en medio de un partido, agredieron a su propia plantilla, que estaba a punto de bajar a segunda división…
Ultras en el fútbol. Cuando el vacío existencial se asocia a la violencia
Llegados a este punto, era obvio que el mal ya era casi irreparable. Sin embargo, jamás se tomaron las medidas adecuadas. De nada sirve huir a otro continente si los dirigentes consienten a sus radicales. Poco interés tiene aislar a una afición, si la policía no es capaz de llevar al autobús de un equipo evitando pasar por las zonas donde los aguardan sus rivales. De hecho, en Argentina es vox populi que los responsables del ataque del pasado día 24 tenían como objetivo que no se jugase el partido. Era su forma de vengarse de que les hubieran retirado un paquete de entradas para revender.
Por tanto, Argentina debe aprender que, cuando la masa toma el poder, la cabeza solo se usa para embestir. Y nunca para pensar. En una sociedad deprimida, en la que el fútbol actúa como anestesia, los mandamases federativos deben dar un paso al frente y atajar los problemas en lugar de esquivarlos.
Hace ya tiempo que Europa aprendió que la prevención es la mejor medida. Los violentos deben ser identificados y no solo hay que evitar hacer cualquier concesión ante ellos, sino que deben ser expulsados de las canchas. Mientras la situación no cambie, cada entrada deberá ser nominal, evitando que ningún radical con antecedentes previos entre al campo. Y sí, para ello hace falta una fuerte inversión. Tanto de los clubes, en el acceso a los estadios, como de las fuerzas gubernamentales, persiguiendo a todos los que, hoy en día, siguen manchando este maravilloso deporte. La federación, además, tiene que imponer fuertes sanciones que aceleren estos progresos.
En España, Florentino Pérez o Joan Laporta tuvieron que soportar las amenazas de los ultras de sus propios equipos. Ambos decidieron expulsarlos para siempre y sustituirlos por gradas de animación alejadas de cualquier conflicto. Gracias a su valentía, las familias pueden acudir a ver a Real Madrid o Barça sin miedo a lo que ocurra en su estadio. En Sudamérica aún queda mucho camino por recorrer, cierto. Sin embargo, el escarnio de esta Libertadores con su Boca-River puede tomarse como una oportunidad histórica. Venza quien venza el domingo, el Bernabéu debe ser el origen de una nueva era en el fútbol argentino. Solo así, ganaremos todos.