Juan Pablo Maldonado | 29 de mayo de 2018
Cada época tiene sus propios retos. A finales del XIX lo era la llamada cuestión social, que Gumersindo de Azcárate identificó con los trastornos ocasionados por el acceso del cuarto estado a la vida social. La entonces nueva realidad del trabajo asalariado propio de la sociedad industrial y del capitalismo está en el epicentro de la cuestión social. La abolición de la servidumbre y de los gremios supuso la libertad de contratar el propio trabajo personal, así como la libertad de empresa. Se pasa del estatus al contrato y, con ello, como enseña H. J. S. Maine, del derecho antiguo al derecho moderno. Sin embargo, en esos momentos, el estatus solo desaparece formalmente; de alguna manera, al señor de la tierra le viene a sustituir el empresario, que de facto ejerce un poder monopolístico sobre el contrato de arrendamiento de servicios y las condiciones de trabajo; sobre el trabajador mismo (y, en no pocas ocasiones, sobre la familia de este último).
La brecha salarial entre hombres y mujeres discrimina sueldos y pensiones
Ante la cuestión social, cabían -simplificamos- tres posturas. La primera, la revolución, esto es, la quiebra del orden social, encarnada por el marxismo y el anarquismo. No hace falta ahondar demasiado en la historia de la humanidad para concluir que vías de este porte no han traído al mundo sino pobreza y pérdida de libertad. La segunda, el inmovilismo, es decir, la pretensión de mantener esquemas sociales y jurídicos heredados del pasado, sin que nada cambie. Posturas de este tipo, tan reactivas y nostálgicas como ajenas a la realidad de su tiempo, nunca consiguieron neutralizar la tentación revolucionaria; más bien, todo lo contrario: contribuyeron a su propagación. Con el tiempo triunfaría una solución sensata, el reformismo social. Como el propio Azcarate diría, se trataba de “emprender el lento camino de las reformas para evitar el violento de la revolución”. Católicos sociales y krausistas impulsaron en España esta vía. La insuficiencia del derecho civil, del derecho de obligaciones y del contrato de arrendamiento de servicios acabó propiciando la aparición de un nuevo género contractual, el contrato de trabajo, y una serie de instituciones conexas, el derecho social.
Muy seguramente es posible hoy identificar la cuestión social de nuestro tiempo con el conjunto de retos que el acceso de la mujer a la vida social -en su más amplio sentido- supone. Nuevamente, el mundo del trabajo está en el epicentro de la cuestión. Formalmente, mujeres y hombres tienen los mismos derechos, pero de facto no siempre es así. No faltan ámbitos profesionales y empresas que se resisten a la incorporación de las mujeres.
Sobre todo, abundan organizaciones y modos de empresa que incorporan a mujeres sin darles las mismas oportunidades que a los trabajadores varones. Lo peor de todo es que, en la mayoría de las ocasiones, la dirección de la empresa no es consciente de ello. Son empresas que no comprenden o rechazan el liderazgo femenino, incapaces de apreciar el talento; empresas en las que las mujeres, para desarrollarse profesionalmente, deben asimilarse lo más posible a un varón e impostarse. Son muchas las trabajadoras que caen en la trampa sin ser muy conscientes.
Ser mujer hoy sigue siendo muy difícil . Nos hace falta un horario más femenino y familiar
Pero es que, además, las mujeres, aun trabajando, siguen por lo general ocupándose y preocupándose del cuidado de los hijos y de familiares dependientes, sin que por lo general los varones asumamos ese natural deber. Y, cuando lo asumimos, lo hacemos con menor intensidad. No es de extrañar que se renuncie a la maternidad y a la paternidad (en esencia, también los varones caemos en una trampa similar). Mientras tanto, andamos todos muy preocupados por las pensiones; la caída de la natalidad pone en peligro el Estado del bienestar y, con ello, el mantenimiento mismo de la sociedad.
Esta es la cuestión social de nuestro tiempo, ante la que básicamente caben, como antaño, tres posturas. La primera, la revolución, que postula poco menos que la neutralización o -incluso- abolición de los sexos, cuyas diferencias serían solo cuestión educativa o cultural, de género. Paradójicamente, la llamada ideología de género se nutre de -y fomenta- el antagonismo entre mujeres y hombres. De alguna manera, reproduce la dinámica de la lucha de clases, pero entre sexos.
La segunda opción, inmovilista, niega la necesidad de cambio alguno. Atrae a posturas reactivas, que muchas veces añoran tiempos pretéritos, en los que jurídicamente las mujeres estaban subordinadas a los varones. Este modo de pensar tiende a negar que exista brecha salarial entre mujeres y hombres. Sin embargo, por desgracia, este tipo de discriminación existe. Es algo claro, demostrado estadísticamente. En el fondo, este tipo de afirmaciones, poco o nada rigurosas y ofensivas para millones de mujeres, no hacen sino alimentar la lucha entre sexos y allanar el camino a la ideología de género. Curiosamente, para mantener su tesis los “negacionistas” necesitan atribuir las diferencias salariales a los parones laborales por razón de maternidad.
El cuento de la brecha salarial . Hombres y mujeres cobran lo mismo a igual trabajo
La solución es, seguramente, una vez más, el lento camino de las reformas; reformas legales (conciliación de la vida personal, familiar y laboral; limitación del tiempo de trabajo; replanteamiento de criterios de promoción profesional; relativización del tiempo y lugar de trabajo), pero también reformas culturales (corresponsabilidad en el hogar, puesta en valor de la maternidad y del liderazgo femenino). No hay otro camino. Eso… o la quiebra social.