Juan Pablo Parra | 03 de septiembre de 2017
Los parones estivales, el ralentí político y las noticias sobre el calor que hace en Córdoba en agosto liberan neuronas para pensar sobre cosas que ni han pasado en los últimos seis meses ni condicionarán los próximos seis, pero que no dejan de ser interesantes.
Una de ellas puede ser la historia de una mujer que salvó miles de vidas en Estados Unidos haciendo su trabajo de… funcionaria. ¿Qué hizo?
A mitad de los años 50, la farmacéutica alemana Grünenthal comercializó la talidomida, un sedante que tenía una utilidad adicional: aliviaba las náuseas que padecían las mujeres al principio del embarazo. Este producto fue distribuido con éxito bajo varios nombres comerciales en distintos países del mundo y prescrito con absoluta confianza por los ginecólogos a sus pacientes.
A principios de los años 60, se llegó a la evidencia científica de que la talidomida era la causa de miles de nacimientos de niños afectados de focomelia, es decir, los bebés nacían con extremidades muy cortas o sin ellas. El medicamento fue retirado del mercado, dejando no obstante miles de afectados en los países donde se había dispensado, los cuales básicamente, y tratándose de los años sesenta, eran los de Europa Occidental, Brasil y Japón.
¿Y Estados Unidos no? Si a fecha de hoy se estiman casi tres mil afectados por la talidomida en Alemania, quinientos en Reino Unido, trescientos en Japón o veinticuatro en España, ¿cómo es posible que en el faro del Mundo Libre, el bienestar y el consumismo de los años cincuenta y sesenta la talidomida afectara apenas a veinte personas? Gracias a Frances K. Oldham Kelsey.
Frances era una farmacéutica canadiense al servicio de la Food and Drug Administration de Estados Unidos, el equivalente a nuestra Agencia del Medicamento. En plena euforia mundial por los beneficios de la talidomida, y siendo un mero trámite la autorización de esta medicina en Norteamérica, la Sra. Oldham se permitió el lujo de dudar, de no ver claros los estudios de toxicidad del medicamento y de pedir más pruebas. Por supuesto, las dudas de la doctora Oldham fueron respondidas con presiones de la empresa distribuidora, que quería comenzar cuanto antes a vender talidomida, bajo el nombre de «Kevadon», pero ella resistió, sujetó la autorización de venta durante año y medio y el tiempo le dio la razón.
El Washington Post la calificó, en julio de 1962, de «heroína» en su portada, John F. Kennedy la condecoró con la Orden Presidencial por Servicios Federales y la legislación sobre fármacos en Norteamérica fue revisada en profundidad.
Y todo por hacer bien su trabajo. Frances no entró en un edifico en llamas ni convirtió a niños de barrios marginales en brillantes universitarios. Se limitó a sentarse en su despacho, leer informes, practicar pruebas y pedir documentación. Porque en la Administración, también en la española, hay cientos de «héroes burócratas» que se niegan a firmar lo que el político les pone encima de la mesa, que insisten en pedir justificantes para dar una subvención o que se ven solos a la hora de dar una respuesta a una situación complicada. Los políticos y tertulianos identifican a los funcionarios con policías, médicos y maestros, enumeración miope y simplista. Los «técnicos», llamados con desprecio «burócratas», son quienes evitan que un veneno se venda en las farmacias, que una carretera arrase un yacimiento arqueológico o que policías, médicos y maestros cobren su sueldo todos los meses.
Porque, aunque se le caricaturice como un ser acomodado y poco imaginativo, el burócrata del siglo XXI es un profesional cualificado y poseedor de un conocimiento profundo de su área de actuación, así como de una opinión muy valorada por el sector privado, precisamente por sus capacidades. Que el burócrata pueda dar su tiempo a los expedientes o pedir más papeles es una prerrogativa que garantiza que las cosas se hagan bien.
Es de comprender que la existencia de personas que pueden poner en duda, retrasar o anular una decisión política o una operación empresarial exige un respaldo inequívoco de la ley: la inamovilidad del puesto, «el trabajo para toda la vida». Si la Sra. Oldham no hubiera sido empleada pública (desconociendo las concretas condiciones laborales de la FDA de los años sesenta), puede que hubiera sido despedida o enviada a otro puesto para dejar de molestar y dar vía libre a la talidomida. La inamovilidad del funcionario, criticada sin piedad por muchos, es una garantía de que el interés público prevalezca, es el chaleco que detiene las balas que todos los días reciben cientos de Frances Oldham, simplemente por hacer su trabajo.
Frances Kelsey Oldham murió en Canadá, en agosto de 2015, a los 101 años.
¡Y que Hollywood no se haya fijado en la historia de esta mujer!