José Francisco Forniés | 04 de abril de 2017
Hoy está de moda más que nunca hacer deporte, desde que eres niño y te empiezas a integrar en la sociedad que te rodea, el ambiente deportivo te va envolviendo irremisiblemente y tarde o temprano te implicas en sus actividades, porque para todo el mundo en general es bueno.
Las razones son que es muy sano, que incrementa tu desarrollo físico, que te ayuda a entender la convivencia con los demás cuando lo haces en equipo, y un largo etc. Pero paralelamente también te van llevando a ser un deportista pasivo, te aficionan a que veas jugar a los demás a través de la televisión, otros medios de comunicación y juegos de diversos tipos de pantallas y formatos, que evolucionan constantemente.
El deporte es un complemento absolutamente necesario para nuestro desarrollo como personas, mientras que el entramado que se ha montado con el deporte espectáculo es un pozo de desencantos
Cuando te quieres dar cuenta, eres un pequeño deportista y un gran consumidor de deporte ajeno practicado por profesionales o por súper deportistas virtuales, a los que tratas diariamente y de cuya actividad estás al corriente, pues es motivo de conversaciones constantes con tus familiares y colegas.
En poco tiempo, te enteras de las ingentes y absurdas cantidades de dinero que ganan los deportistas de más nivel: futbolistas, tenistas, golfistas, baloncestistas y los diversos atletas que intervienen en los principales certámenes deportivos nacionales e internacionales y empiezas a soñar con ser uno de ellos, te inoculan cual venero una mutación: de querer ser un buen deportista, pasas a ser un aspirante a millonario vía deporte.
A esto contribuyen determinados padres, a quienes nos les van bien las cosas y ven que, según su criterio, sus hijos pueden llegar a destacar y les empiezan a martirizar con el deporte para ver si hay suerte con el chico y salen de pobres. Resulta patético ver a estos individuos junto a las vallas de los campos de deporte seguir a sus chavales con la mirada ansiosa y exaltándose constantemente, dándoles instrucciones y exigiéndoles lo que jamás les exigió su padre a ellos. A eso le llamo yo una de las degeneraciones del deporte, ejercida sobre niños y adolescentes indefensos.
Dentro de la dinámica de la alta valoración hacia el deporte que te inculcan, teníamos pronto a nuestros admirados deportivos presentes en carteles de diversos tamaños pegados en la pared de nuestra habitación, todos con nombres y apellidos, y no dejaba de ser muy enorgullecedor para nosotros que, por imitar a esos súper tíos, nuestros colegas nos llamasen como a ellos. Hasta nos embobábamos cuando algunos de ellos, con fichas millonarias en euros, aparecían después en la televisión con una gran sonrisa, pidiéndonos que compráramos bolígrafos solidarios, anunciando bebidas y otros alimentos, relojes, prendas de vestir y un largo etc. Pero, si recapacitamos, esa actividad hace una competencia desleal a los profesionales de la publicidad, acaparando ellos unos ingresos suplementarios cuando, en realidad, ni son solidarios ni cosa que se le parezca. Otra degeneración del deporte, su incursión abusiva en otros ámbitos de la actividad profesional. Mi reacción es siempre la misma, cada vez que veo un anuncio de esa guisa, no compro el producto anunciado.
No sé si alguien con exactitud ha calculado alguna vez cuántos profesionales de la comunicación viven de expandir noticias referidas al deporte espectáculo. Deben ser como mínimo de 1.000 a 2.000 por deportista y, posiblemente, me quedo corto. La consecuencia es otro aspecto de la degeneración del deporte, el abuso inaguantable de la actividad de esos informadores que, como una infección, nos atosigan constantemente.
En los medios de comunicación, tanto privados como públicos, los espacios dedicados a esas actividades son desproporcionados, los enfoques de los deportistas cuando culminan con éxito alguna acción como meter un gol, haciendo gestos de autocomplacencia, como si hubieran ganado la batalla de Bailén, demuestra un endiosamiento de esos deportistas que es realmente deplorable. Cualquiera de ellos, que sobreactúan como payasos, para los informadores deportivos tienen más méritos que personas que dedican 40 años de su vida a dar clase en un colegio a niños discapacitados, trabajar con ancianos o enfermos contagiosos o volver de una misión militar a miles de kilómetros de casa durante largos períodos jugándose la vida. Han conseguido, entre deportistas, informadores y políticos oportunistas, que nuestra sociedad considere a los fantoches héroes y a los héroes donnadies.
Una parte de esos deportistas, elevados a héroes por sus descerebrados aduladores, llegado el momento, nos decepcionan totalmente, se les baja de la peana, muchas veces incluso sintiendo pena por ellos, porque resulta que para conseguir sus metas se han ido metiendo en el cuerpo lo que no está escrito. A eso lo llaman doparse, palabra innecesaria, ya que en realidad lo que hacen es drogarse. ¿Qué ha pasado?, queremos que los nuestros ganen los partidos, las vueltas ciclistas, deseamos que corran, salten y naden mejor que nadie. Hay que batir las marcas anteriores y resulta que, para hacerlo, nos inducen a exigírselo, pues para eso les dan un pastón y, en consecuencia, muchos de esos ídolos han recurrido a drogarse. No tengo que dar nombres, pues están en la mente de todos.
El deporte espectáculo, que trata de dar ejemplo a la juventud, hoy en día es un conjunto de actividades que ha ido degenerando de una forma alarmante. El deporte es un complemento absolutamente necesario para nuestro desarrollo como personas y sería deseable que mejorasen mucho las instalaciones y los profesionales dedicados a ello, mientras que el entramado que se ha montado con el deporte espectáculo, olimpiadas incluidas, es un pozo de desencantos.
Cuando afloran las trampas, esos súper hombres van cayendo uno por uno llenando nuestras papeleras de carteles rotos y destruyendo unas ilusiones fatalmente inculcadas por quienes hoy por hoy abusan con la información deportiva.