Javier Méndez | 09 de mayo de 2018
No nos engañemos: para triunfar hace falta talento. También ambición, ilusión, trabajo o esfuerzo, pero sin cualidades físicas y técnicas innatas sería imposible labrar una de las mejores carreras de todos los tiempos en la historia del tenis. Ahora bien, es la combinación de una extraordinaria habilidad para empuñar la raqueta y una voracidad intangible por ser cada día mejor que el anterior el secreto que explica que el niño Rafael se haya convertido en la leyenda Nadal. En el hombre de las mil y una epopeyas, de los 10 trofeos en Roland Garros, 11 en Montecarlo y otros 11 en Barcelona.
El Rey de la tierra: Rafa Nadal.
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El punto mágico de la final. pic.twitter.com/PWlITxRH0w
Detrás de sus 77 títulos en total, 16 de ellos Grand Slam -la categoría más prestigiosa en el tenis, que solo Roger Federer supera con 20- y sus 172 semanas como número uno del mundo se esconde una filosofía que sostiene el mito. La rescató su tío Toni en Barcelona ante los medios de comunicación, tras reencontrarse con su sobrino en la Pista Central del Conde de Godó para ser homenajeado después de dar un paso a un lado al final del pasado curso. “He trabajado toda la vida con la misma idea: con una gran ilusión, que no me ha impedido ver la realidad. Siempre creí en que todo se podía mejorar y en que lo conseguiríamos. En el caso de Rafael, le intenté generar la necesidad de mejorar, le intentaba hacer creer que conseguiríamos mejorar”.
Y el mensaje caló como el orfebre que talla su obra maestra. No obstante, el propio protagonista de esta historia refuerza la teoría: “Uno tiene que levantarse e ir a entrenar con la ilusión de mejorar. Hay que pensar en ganar, porque al final es lo que marca la competición, pero uno debe despertarse e ir a entrenar para mejorar. Y los que tengan la mayor capacidad de mejora tendrán más opciones de hacer cosas importantes”. Cualquiera podría pensar que estas palabras de Rafa Nadal en una entrevista concedida a la revista oficial del Mutua Madrid Open 2018 tan solo conforman un bonito y estandarizado eslogan de marketing. Nada más lejos de la realidad: ha sido la seña de identidad que lo ha distinguido del resto a lo largo de toda su carrera.
“¡Vamos a pegar unos drives! Directo. A la (pista) más cerca posible”. Aún con las pulsaciones altas y la respiración agitada, Nadal se apresuró en la reciente edición de Montecarlo a movilizar a su equipo nada más certificar su undécima presencia en la final en el Principado. Tomó su teléfono móvil de la bolsa, después de rubricar la tradicional firma a la cámara de televisión, para escribir a su entrenador, Carlos Moyá, que reservase pista. Acababa de desdibujar en la semifinal al número 5 del mundo, Grigor Dimitrov, en una hora y media (6-4, 6-1), sin ceder un solo set, al igual que durante toda la semana, pero no era suficiente, había detalles que mejorar y no dudó en volver a coger su raqueta en busca de la excelencia.
Es la misma exigencia que demostró en Barcelona tras estrenarse ante Roberto Carballés (6-4, 6-4): “Ha sido el peor partido de los últimos que he jugado”. O el compromiso para seguir afinando su saque bajo la furia de la lluvia que castigó la mañana previa a la final sobre la tierra batida catalana antes de medirse a Stefanos Tsitsipas, un inexperto joven de 19 años que jamás había disputado antes en su carrera un partido de esas características. Mientras tanto, el resto corría para refugiarse de la tormenta.
Pero nada de esto es nuevo en su rutina. Ya lo hizo después de dejar escapar 13 match points en su primer partido profesional en el Club Deportivo Brezo Osuna de Madrid: tan solo tenía 15 años, perdió un partido muy duro, pero al día siguiente a las 8 de la mañana ya estaba entrenando antes de que llegara el resto de jugadores de aquel torneo. También lo hizo después de completar el último Grand Slam que faltaba en su palmarés en el US Open en 2010: nada más aterrizar en Mallorca procedente de Nueva York (previo paso por Madrid), acordó aquel día con Toni volver a saltar a pista en casa. Y ya lo ha hecho en Queen’s cada vez que visitó el mítico club de hierba londinense unas horas más tarde de levantar la Copa de los Mosqueteros en París.
Y ese precisamente es el legado que escribe Nadal más allá de las pistas. ¿Cómo es posible que después de conseguir un objetivo, incluso con aparente facilidad, reaccione siempre de esa manera? La respuesta es sencilla: “La ilusión de mejorar”.