Juan Cantavella | 26 de abril de 2018
La soledad buscada es un estado provechoso para la perfección espiritual, pero el aislamiento impuesto por las circunstancias puede causar angustia y temor. Más de cuatro millones de españoles viven sin compañía y nadie se acuerda de ellos.
Unos la buscan y otros la sufren. Unos la consideran el ideal de sabios y santos y otros la soportan muy a su pesar. Sobre la soledad se pueden encontrar alabanzas y diatribas, porque todo depende de la orientación que cada uno busca para su vida y también de lo que esta ofrezca o imponga a cualquier individuo. Solo que en los momentos finales pesa mucho el enfrentarse a la muerte sin una mano amiga y compasiva.
Abundan las declaraciones ampulosas de quienes han ensalzado la soledad como un estadio muy provechoso para el individuo y su obra. “Quedarse solo, deliberadamente, en una sociedad cuyo interés es cada vez más integraros, es una forma de heroísmo que os invito a saludar”, escribió Henry de Montherlant. “La soledad ofrece al hombre colocado a gran altura intelectual una doble ventaja: estar consigo mismo y no estar con los demás”, anotó Arthur Schopenhauer. Intelectuales, artistas y ascetas la han cultivado como el medio más provechoso para la creación y para la perfección espiritual.
Otros la aceptan como una eventualidad ineludible: les gustará más o menos, pero les ha sobrevenido y no tienen más remedio que cargarla sobre sus hombros. Les gustaría encontrar una compañía acorde, incluso piensan que algún día llegará, pero mientras tanto se conforman con lo que les ha tocado. No se lamentan, no abominan de ella, tratan de relacionarse con los compañeros de trabajo o con los vecinos, a la espera de que cambien las circunstancias. En otros casos, saben que no se producirá esa mudanza, porque la viudedad, la edad o la falta de recursos los abocaron a una situación insalvable, pero lo aceptan y tratan de salir adelante buscando amistades en la medida en que el entorno, el carácter, la salud o los años lo permiten.
Están, por fin, los que no encuentran solución a su aislamiento y tampoco ven ninguna salida plausible para la coyuntura que están viviendo. Tal vez lo eligieron un día, pero llegó el momento de arrepentirse. El hastío, el miedo, la desesperación les oprimen y tiranizan. Nadie les atiende ni se preocupa por ellos, pero tampoco consideran la posibilidad de pedir ayuda, porque no saben a quién acudir o no son capaces de solicitarla. Malviven como pueden, con sus carencias y angustias, con la zozobra de un fin previsible, que se teme y se desea.
También fue este uno de los grandes padecimientos para Job: “Alejáronse de mí mis hermanos, y mis amigos se me han hecho extraños. Desaparecieron mis vecinos y conocidos, me ha olvidado hasta la gente de mi casa” (19, 13-14). Para José María Cabodevilla, “quien se rodeó de diez fosos para defenderse de los hombres, bien pronto comenzará a temblar dentro de su alcázar”. Más de cuatro millones de españoles viven solos y la mitad se halla en esta situación dolorosa: tienen más de sesenta y cinco años y siete de cada diez son mujeres. Más de trescientos mil superan los ochenta y cinco años. Un asalto, un ataque o una caída los dejará indefensos y sin capacidad para pedir socorro.
Las grandes ciudades son un vivero de situaciones de este tipo. Los jueces de guardia saben que una de sus constantes ocupaciones es el atender los levantamientos de cadáver de personas que viven solas, algunas de las cuales permanecerán en tal estado días y días, porque nadie los echará de menos o tardarán en darse cuenta del prolongado silencio. No pocos de ellos tienen hijos, pero como si nada: los que suelen dar la voz de alarma son los vecinos, al caer en la cuenta de que pasan los días y no los ven o no responden a las llamadas en la puerta. “Se habrá ido”, piensan. “¿Quién me manda a mí meterme en sus asuntos?”, espantan los pensamientos. “Bastantes problemas tengo”, rezongan para evadirse. “¡Es una persona tan rara!”, se tranquilizan.
Los demás nos enteraremos de la muerte por los corrillos o por los noticiarios periodísticos. Por breves instantes, nos sentiremos culpables, pero la aflicción nos durará poco.