Pablo López Martín | 29 de noviembre de 2018
El hombre posmoderno es capaz de dejarse llevar por sus deseos más extremos. De esta mentalidad surge la transespecie, una corriente defendida por aquellas personas que aseguran tener una «conciencia animal» y no dudan en adaptar su cuerpo a ella.
Se cumplen 50 años del aniversario de Mayo del 68. Es un evento icónico sobre el significado de lo acontecido en nuestra cultura y en el modo de entender nuestra vida. Aquellos jóvenes salieron a las calles pensando que el sentido de sus vidas no podía identificarse con el cumplimiento de las expectativas culturales burguesas; ellos deseaban ser de otro modo, no cumplir las pretensiones conservadoras de sus padres. Comenzó entonces una carrera en busca de su propio «dorado», de un mundo nuevo que pudiese estar a la altura de su ansia de significado. Tras estos años, ¿qué queda? Un triunfo cultural: el deseo como medio y fin al mismo tiempo. Otras revoluciones no triunfaron tanto como la que protagonizaron los jóvenes sesentayochistas, cuyos efectos pueden ayudarnos a entender cuál es el fundamento de nuestras sociedades, marcadas por un deseo de construir el ser.
En relación con esta búsqueda del deseo, se enmarca un modo nuevo de concebir al ser humano que se abre paso poco a poco: la transespecie, personas que se sienten animales encerrados en cuerpos extraños y que desearían adaptar su propio cuerpo a su “conciencia animal”. Así, adecuan sus vestimentas para parecerse a su verdadera especie; dejan su posición erguida para regresar a la posición original o se alimentan con la comida propia de perros y gatos. ¿Puede tratarse de una nueva fake news o alguna de esas noticias virales a las que la virtualidad nos tiene acostumbrados? La respuesta es no.
¿Qué significa ser transespecie?, ¿podemos ser un gato atrapado en un cuerpo humano? pic.twitter.com/tH0rtLT3Sz
— Cultura Colectiva (@CulturaColectiv) October 17, 2018
Hace unos días, puse a mis alumnos un vídeo breve donde se expone y reclama esta nueva forma de vida, distinta pero perfectamente compatible, a modo de experimento. Al finalizar, pregunté qué pensáis, esperando una respuesta negativa o sorpresiva. Sin embargo, una de mis alumnas contestó: “No me extraña”. Entonces intuí que para un joven de 20 años cualquier cosa es posible, es decir, cualquier deseo es perfectamente alcanzable. La vida del hombre carece de determinaciones. Ni siquiera la pertenencia biológica a una especie es un obstáculo para el ser humano. Nacer homo sapiens sapiens ya no significa serlo, sino que nuestro deseo es más importante que nuestro ser y que se debe vivir siguiéndolo, no negándolo o reprimiéndolo. Por muy extraño que nos pueda parecer, hay una primera impresión de la realidad que viene determinada por la forma consciente que deseamos dar a nuestra existencia.
El hombre posmoderno no renuncia a dejarse llevar por su deseo hasta el extremo de querer vivir una forma distinta a la que viene determinada por la biología. Es una nueva manifestación de la obsolescencia de las estructuras convencionales, que no están a la altura de la subjetividad consciente. Esta nueva vida será viable en la medida en que nazca de una fuente originaria creadora. El deseo humano se convierte en creador, haciendo posible la expresión «querer es poder». Porque, si no se puede, la existencia se vuelve extraña, distante con uno mismo. Solo así podemos comprender a aquellas personas que no se sienten como tales, sino que desean ser miembros de otra especie, es decir, llevar una vida diferente más acorde a su subjetividad.
Ahora bien, ¿qué es más determinante, el ser o el deseo de ser? La respuesta a esta pregunta es crucial, ya que es fácil caer en el reduccionismo del deseo. De este modo, este se convierte en la fuente de legitimidad del ser, hasta el extremo de justificar lo injustificable, como en el caso de la transespecie. Desde esta dinámica, el hombre acaba reduciendo la conciencia de sí mismo al mero deseo subjetivo. Se trata de un error que impide el reconocimiento de nuestra verdadera humanidad. El desconcierto se apodera del hombre y de la sociedad, cayendo en actitudes escépticas o relativistas carentes de esperanza.
El profesor Higinio Marín recuerda que “la posibilidad de convertir en realidad nuestros deseos debería llevar a reconsiderar con mucho cuidado lo que deseamos, no vaya a ser que lo consigamos”. No todas las satisfacciones de los deseos garantizan nuestra felicidad, de tal forma que, deseando encontrarla, esta se pierda por el camino. De este modo, la confusión de los deseos atrofia nuestro verdadero fin y genera una sociedad líquida donde la búsqueda de la excelencia se difumina, reduciendo nuestro ser hasta querer igualarlo con el de los animales. En el extremo contrario, se situarían los defensores del transhumanismo, que esperan la nueva evolución de la especie para dejar a un lado todas nuestras limitaciones. En ambos casos, el verdadero sentido de lo humano no solo se difumina, sino que acaba perdiéndose.
El hombre anhela encontrar un bien a la altura del deseo del corazón, que ningún sucedáneo es capaz de saciar. Solo es necesario que el hombre salga de sí mismo, abra los ojos y reconozca que solo la realidad es real y que nuestros deseos no la pueden modificar. El reto no es evadirse, sino establecer una relación correspondiente que permita alcanzar una vida concordante con las exigencias profundas de su corazón. Frente a la sinrazón de algunas formas de vida que confunden el bien, es necesario recordar con G. K. Chesterton que “si se suprime lo sobrenatural, lo que nos queda es lo antinatural”. Una relación adecuada del hombre con la realidad exige el reconocimiento de su naturaleza creatural.