Javier Urra | 08 de octubre de 2018
En mi desempeño profesional, he explorado como psicólogo forense a mujeres víctimas de violación, a niños víctimas de abusos sexuales, a pederastas y a violadores. Y he concluido que la visión de lo acontecido o la racionalización de la conducta es absolutamente distinta.
La víctima muchas veces se quiebra, sufre estrés postraumático, como dirían en televisión, «se va la pantalla a negro». El ataque a su dignidad es total; el miedo, inabordable. La elaboración, muy difícil, muy sufriente.
Y en cuanto al violador, al pederasta, busca escudarse en instintos no canalizados, en impulsos irrefrenables. Pero la verdad es que es consciente de lo que hace, sabe el mal que hace y podría evitar hacerlo. No hablamos de un enfermo mental, sí de un trastorno sexual.
Estamos en el debate de la prisión permanente revisable y los que somos expertos sabemos que los pederastas multirreincidentes y los violadores en serie son, hoy por hoy, irrecuperables para la sociedad. Y ello porque no asumen culpabilidad, porque no se compadecen y porque en las prisiones españolas no han de ir obligatoriamente a terapias. Es por eso que soy promotor de la prisión permanente revisable para algunos casos.
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Se me argumentará por algunos que privar de esperanza a un preso va contra nuestra Constitución Española, pero déjenme que les diga que hemos de anteponer no solo a las víctimas de abusos sexuales que sufrieron, sino a las que, no conociendo, sufrirán. Pero es que, además, nadie les cercena la esperanza, siempre y cuando acudan a terapia, asuman su responsabilidad en los hechos, los verbalicen, los transmitan a su familia; ese es el primer paso para el cambio, para la rehabilitación.
Y con respecto a las víctimas de abusos sexuales, algunas integran bien lo acontecido, sorprende pero es así; otras sufrirán graves trastornos en el futuro, que a veces alcanzarán a personas con las que conviven; otras quedarán quebradas, rotas para siempre.
Permítanme un ejemplo que en estos casos siempre es duro. Me decía un pederasta: «Se la metí poquito». El hecho es que el niño no recobró el lenguaje. Esa es la realidad, ese es el daño.
Y, en una sociedad donde hay tanto cliente en vez de responsable ciudadano, hay mucho de apetencia, de «a mí nadie me dice que no», de confusionismo, de cobarde actividad en manada.
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La violación se produce en el mundo, a veces como arma en las guerras, para dañar, para humillar. Y es que no siempre la búsqueda es del placer sexual, sino una inyección de autovaloración, de autoestima, para gentes despreciables e impotentes en todos los sentidos.
Tengo autoridad para decir lo que digo. Y ello porque he explorado a los verdugos. Y también a sus víctimas.
Con respecto a los jóvenes que se implican en abusos sexuales y aun violaciones, transmitir, en primer lugar, que estamos erotizando mucho a la infancia. Más que enseñarles a amar, se les está transmitiendo el querer, y aun el poseer. Y su visión del sexo es muy próxima a la pornografía.
Veamos por las carreteras de nuestro país por las noches las luces de neón con el nombre de club, pero ciertamente es ‘puticlub’. Y todo este ambiente es facilitador de unas conductas agravantes, donde impera la falta de respecto, el Tú, la anticipación del posible daño, la denominada empatía.
Es como si la sexualidad fuera de todo a cien, de usar y tirar, de apetencia, de no pasa nada.
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Y aún más, las chicas hoy entienden que pueden ir vestidas como consideran, que pueden beber lo que estimen, y así es, pero no es menos cierto que hay jóvenes varones que las siguen calificando o entendiendo, en el mejor de los casos, como equívocas.
Hay mucho que educar, hay mucho que sancionar, hay mucho que perseguir, hay mucho que prevenir.
Resulta tan preocupante como bochornoso que nuestras mujeres tengan miedo al entrar en un parking por la noche, o se tengan que cruzar de acera si se encuentran con algún tipo.
No, en este momento el pronóstico en relación a los abusos sexuales y a las violaciones no es bueno. Sabemos lo que hay que hacer, pero hay que hacerlo.
Y recuerden que, si alguien no quiere cambiar sus conductas, no hay forma de conseguirlo, pero eso no le exime, muy al contrario, de su responsabilidad. La sanción, el castigo, a veces, la mayoría de las veces, no solo es justo y necesario sino preventivo para la reincidencia.