Esperanza Ruiz | 04 de octubre de 2020
La relación epistolar entre dos escritores tiene, lógicamente, un enorme valor literario, pero, en el caso de Carmen Laforet y Ramón J. Sender, la ausencia de rivalidad, la admiración mutua y la honestidad intelectual de ambos invitan a creer en almas encendidas.
El 5 de octubre de 1947 -ustedes leerán estas líneas justo 73 años después- el escritor español Ramón J. Sender enviaba una carta desde Albuquerque (Nuevo México) a la primera ganadora del Premio Nadal Carmen Laforet. La autora barcelonesa respondería a esa misiva 18 años más tarde. A partir de entonces, ambos escritores no dejarían de mantener correspondencia hasta la muerte de Sender a los 81 años en San Diego (California).
Dos años después de que la obra de una jovencísima Carmen Laforet -tenía tan solo 23 años cuando publicó Nada– se convirtiera en uno de los textos más importantes de la posguerra española, la novela cae en manos del escritor aragonés exiliado en los Estados Unidos desde 1939. Queda tan impresionado por ella que decide escribir a su autora felicitándola, ofreciéndose para difundir Nada en América y animándola a cultivar ese talento que le ha dejado maravillado y agradecido.
Puedo contar contigo. Correspondencia
Carmen Laforet y Ramón J. Sender
Austral
288 págs.
9,95€
Laforet, abrumada por su inesperado éxito literario y por la atención mediática de la que es objeto, no sabe quién es Ramón J. Sender y deja la carta en un cajón. Cuando en 1965 recibe una invitación del Departamento de Estado de los Estados Unidos para visitar el país, la escritora -convertida entonces en una mujer casada y madre de cinco hijos- recuerda la carta de Sender y decide responder y proponerle cenar juntos durante su periplo americano. Como si el destino se mostrara esquivo, el escritor había mudado su residencia y no lee esa carta hasta varios meses después de que Carmen haya regresado a España. Sin embargo, llegaron finalmente a conocerse en el transcurso de dicho viaje.
Israel Rolón es un joven estudiante que asiste a una conferencia de Carmen Laforet en la Universidad de Georgetown en 1987 y queda subyugado por el espíritu enigmático y la calidad literaria de la autora. Desde ese día dedicaría su vida profesional a estudiar su biografía y obra. En el libro Puedo contar contigo consigue reunir la mayor parte de la correspondencia entre los dos escritores españoles a lo largo de diez años; Uno llega a esta recopilación por Laforet pero se queda por Sender.
Carmen tiene una bonita y extensa familia, Ramón nunca consiguió formar un hogar y es profundamente infeliz con su soledad, su asma y sus amigas
La lectura evidente, la epidérmica, es la que asiste en primera fila al fraguado de una relación, al asentamiento de la admiración mutua, al reposicionamiento de los afectos y a la trayectoria vital y producción literaria de dos de las figuras más importantes de la generación de los 50, con la España de Franco y el exilio «con tierra española adherida en los zapatos» como telón de fondo. La que vale la pena desentrañar -practicar la alétheia heideggeriana- es la de la figura de Ramón J. Sender.
El escritor aragonés (Chalamera, 1901) tiene una biografía complicada. Fue oficial de infantería en el bando republicano y su mujer fusilada en circunstancias nunca aclaradas. Tras llevar a sus dos hijos pequeños a Francia, el hasta entonces reportero pide ser integrado en las tropas de la CNT pero, pese a sus posiciones cercanas a la revolución soviética, algunos dirigentes comunistas recelan de él. Finalmente abandona el ejército y se reúne con los niños en Francia, donde apoya la causa de la República. En el 39, con la toma de Barcelona, decide exiliarse a Méjico. Una vez allí, deja a sus hijos a cargo de una familia americana y funda y dirige Ediciones Quetzal. En la época en la que inicia su correspondencia con Laforet es profesor en una universidad de Los Ángeles.
Nada de esto le es revelado a la autora de Nada en sus cartas. A Carmen no le interesa la política, no la entiende. Solo le interesa la libertad y la independencia; habla de no pertenecer a ninguno de los reinos belicosos pero se asfixia en su vida burguesa y en una España gris que respira lluvia, niebla y hollín. Sender ama la patria que ella le cuenta. Añora la mugre, el carácter y la sensibilidad española. Tiene miedo de regresar y conmoverse como «una vieja sentimental» pero quiere volver para dormir hasta hartarse en una aldea de Aragón. O para mirar las nubes levantinas -las californianas le resultan plomizas-. Ella, sin embargo, quiere huir.
En alguna ocasión se define ante la escritora como anarquista -lo hizo toda su vida- pese a reconocer que habiendo escrito contra Stalin en el 33, no es bien recibido por los sectarios comunistas, como llama a Rafael Alberti y a su mujer María Teresa León, «de la que todos andamos un poco enamorados». Él no está sometido sin condiciones «como Neruda y algún otro pícaro oportunista».
Se llevan 20 años Carmen y Ramón y él la llama «niña bonita». Y le recuerda demasiado a menudo que podría ser su «tío», cuando se pone coqueto, o «su padre» cuando consigue asumir la realidad. Y le manda cariño, y abrazos y amistad. Y con el tiempo le dice que está más cerca de él que una amiga, más que una amante. Y vuelve a recordarle que es su hija mimada. O su nieta. O no lo sabe.
No es hasta dos años después de comenzar su correspondencia que Ramón toma la iniciativa de tutear a Carmen. No es hasta después de que ella se separe de su marido, Manuel Cerezales, que Sender le habla de su intimidad.
Carmen tiene una bonita y extensa familia, Ramón nunca consiguió formar un hogar y es profundamente infeliz con su soledad, su asma y sus amigas, en el «limbo», como él llama a su vida americana. Prefiere el infierno, si eso es España. Sus hijos fueron criados por una familia adoptiva y nunca sintieron a Sender como un padre. Andrea, la hija del escritor -que, casualidades del destino se llama como la protagonista de Nada- se hace monja episcopaliana. Moncho, el varón, también explora el misticismo pero en la India, en la música electrónica, en una comuna y en las sucesivas esposas. Ramón le cuenta a Carmen que va por la quinta pero que no ha reñido con las anteriores, porque es un beatnik, y ellos no pelean y prefieren vivir en chozas «como Gandhi». Tan solo adoran al sol y el nihilismo. Sender explica que ha recibido una foto del nacimiento de su nieto – «saliendo el bebé de la vagina»- y que se llama Sun Ray.
Sender es autor de «Tres novelas teresianas» y su religiosidad -profunda y libre-, como su amor a España, una sorpresa
Carmen no encuentra cobijo en los escritores de su generación. Cela la veta en un número de la revista Ínsula y Umbral extiende posteriormente el bulo de que Juan Ramón Jiménez le escribió una carta hablándole de la pésima calidad de su novela. La aversión de Laforet a las relaciones sociales no la ayuda y es el autor de Crónica del alba quien espolea a Carmen en su producción literaria desde un reconocimiento sincero por su talento. Son la noche y el día. Sender escribe compulsivamente para no sentir, para llenar vacíos, para ahuyentar demonios. Carmen detesta lo que hace y se muestra insegura, bloqueada. Él creerá en ella por los dos sin desfallecer, a lo largo de los años y a pesar los interminables silencios literarios de la escritora.
Se entusiasma porque todos en Estados Unidos conozcan la obra de Laforet. «Aquí sólo tuvo éxito un escritor -Blasco Ibáñez- y fue más como masón, tenor de ópera, torero y otros excesos». Pero le concede que si ha encontrado la plenitud, si prefiere vivir la vida en lugar de contarla, ¿para qué escribir?: «¿para enriquecer a algún editor idiota como Lara? ¿Para que le hagan a uno académico y le lleven a ese panteón con las otras momias? ¿Para decir a la gente sencilla y sana mira qué listo soy? ¿O qué complicado? ¿Para hacer lo que Narciso en la fuente?».
Ramón J. Sender encuentra en la literatura de Carmen el alma femenina al desnudo. Despotrica contra las escritoras que quieren ser hombres, «como la Bazán, Virginia Wolf o Gertrude Stein» y compara a la autora de Nada, en ese sentido, con Santa Teresa, por quien siente verdadera fascinación: «¡Qué diferencia con Santa Teresa!, que escribió tanto y tan despreocupadamente nada menos que de amor -de esa broma- absoluto y eterno con tanta sabiduría femenina».
En efecto, Sender es autor de Tres novelas teresianas y su religiosidad -profunda y libre-, como su amor a España, una sorpresa. «A mí me gusta la religión a la manera de Santa Teresa, San Juan de la Cruz y, sobre todo, de San Pedro de Alcántara que a veces me obsesiona. ¡Qué maravilla! He pensado a veces en hacerme cartujo […]»
La relación epistolar entre dos escritores tiene, lógicamente, un enorme valor literario, pero, en este caso, la ausencia de rivalidad, la admiración mutua y la honestidad intelectual de ambos invitan a creer en almas encendidas.
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