Juan Milián Querol | 14 de octubre de 2020
Pedro Sánchez es el dependiente de una tienda de ultramarinos en la que hallamos sacos de peronismo y frascos de políticas de identidad. Ahí pueden comprar alimentos tóxicos para el alma de una sociedad y brebajes que amargan nuestra existencia.
El nacionalismo catalán siempre ha sido una emoción paradójica, un narcisismo que no se miraba en el espejo, sino en las secciones de política internacional. En los últimos años, Cataluña ha sido los países bálticos, Quebec, Eslovenia, Kosovo, Escocia, Flandes, Israel e, incluso, Palestina. La elite local siempre ha buscado referentes allí donde algo se movía con tal de no mirar, y reconocer, la pluralidad de la sociedad catalana. Se veían como una Dinamarca del Sur (del Mediterráneo, decía Artur Mas), pero el Baix Llobregat, sin ir más lejos, no existía para ellos. Les era -y es- invisible. La compleja realidad les rompe el relato del editorial único y del unanimismo subvencionado.
Tras años de matraca, el nacionalismo no alcanzó su objetivo público, la independencia, aunque sí el privado, retener el poder a pesar de todas las crisis. Para ello les ha sido más útil la propaganda que el gobernar. No necesitaban reformas, porque la degradación institucional no los incomodaba. Todo es culpa de Madrid; así que, cuanto peor, mejor, pensaron. La izquierda española, por su parte, sigue la misma hoja de ruta, y no solo al tomar la capital como chivo expiatorio. Los de Pedro Sánchez observan que su minoría dura es mayor que las de sus adversarios ideológicos, por lo que la estrategia de la tensión les ofrece réditos electorales. Sacan la «amenaza fascista» a pasear y no hay más explicaciones que dar.
Mensajes simples y emociones fuertes. Como los nacionalistas, la ‘nueva’ izquierda también busca referentes en otros lares. Lamentablemente, no miran hacia Escandinavia, donde encontrarían debates pragmáticos sobre cómo mejorar la eficacia y la eficiencia de las políticas públicas. No miran hacia Alemania, donde encontrarían una izquierda responsable para con las generaciones venideras. Tampoco hacia el laborismo británico y el giro moderado de Keir Starmer, tras el estrepitoso fracaso del radical Jeremy Corbyn. No, dirigen sus antenas hacia América, la observan de Norte a Sur, y copian sus formatos más caudillistas y sus mensajes más divisivos. A Pedro Sánchez, del que dudamos que haya leído su propia tesis doctoral, las ocurrencias se las suministran los maquiavelitos de la Moncloa, pero el proveedor de esta ideología corrosiva es la empresa de importaciones Podemos.
Sánchez es, pues, el dependiente de una tienda de ultramarinos en la que hallamos sacos de peronismo y frascos de políticas de identidad. Ahí pueden comprar desde significantes vacíos a interseccionalidades varias. Son alimentos tóxicos para el alma de una sociedad y son brebajes que amargan nuestra existencia. Entre algunas cancillerías latinoamericanas y algunas facultades estadounidenses, Sánchez ha encontrado los mecanismos que le permiten ser el presidente que más poder ha acaparado en toda nuestra democracia. Actualmente, mientras en otros países europeos se investiga la gestión de la pandemia para mejorar la respuesta ante futuras olas, aquí los tentáculos del poder político van ocupando altavoces mediáticos y lanzan, como tinta que desorienta a la mayoría sensata, un ataque a la Corona.
La fórmula, de momento, le funciona. El PSOE se mantiene en las encuestas, a pesar de protagonizar la peor gestión en todos los sentidos y en todo Occidente. No empata con nadie. La negligencia y la irresponsabilidad los han convertido en líderes en muertos, en desempleados y en cualquier tétrica clasificación imaginable. Ya pueden sospechar qué objetivos chantajistas tendrá el reparto de los fondos europeos. Los controles y las garantías se desvanecen a su paso. Y es que Sánchez conduce imprudentemente la nación, ebrio de ambición y con el GPS de Podemos, es decir, chocando continuamente contra los guardarraíles que nos mantienen en la vía democrática.
Forjar al presunto candidato Salvador Illa, el ministro que desaconsejaba las mascarillas, contra Isabel Díaz Ayuso y el futuro de los madrileños puede serle rentable en las inminentes elecciones catalanas, pero revela que no manda comité de expertos alguno, sino la mesa de negociación con los independentistas
Sin embargo, esa ambición se está convirtiendo en una soberbia demasiado evidente. El abuso empieza a ser flagrante. Aplicar el estado de alarma en Madrid con datos antiguos desvela una chulesca arbitrariedad. Forjar al presunto candidato Salvador Illa, el ministro que desaconsejaba las mascarillas, contra Isabel Díaz Ayuso y el futuro de los madrileños puede serle rentable en las inminentes elecciones catalanas, pero revela que no manda comité de expertos alguno, sino la mesa de negociación con los independentistas. Con datos parecidos, no se atrevieron con Cataluña y no se atreverán con Navarra. Y lo peor es que buscarán tapar la irresponsabilidad con discordia.
Antes de que a los del «pensamiento crítico» les dé por pensar o por hacer autocrítica, el sanchismo aumentará los decibelios hasta ensordecernos con su debate futbolero entre monarquía y república. Sus diputados, como bots tuiteros, llamarán «facha» a todo aquel que los matice. El ineducado José Zaragoza ya les marca el camino. Para convertir España en una república bananera, antes deben exterminar cualquier rastro de cultura democrática, como hicieron sus referentes de ultramar. Ojalá España no tenga que pasar por un proceso de división social promovido por una mediocridad gubernamental. Ojalá la experiencia vivida en Cataluña sirva de ejemplo de lo que no hay que hacer y de lo que no hay que callar. Ojalá la sociedad no espere a que todo se pudra.
Puestos a importar ideas, recordemos al francés Benjamin Constant, filósofo político de la democracia representativa, que nos advirtió del riesgo de renunciar al derecho a tomar parte de los asuntos públicos. En su famoso discurso pronunciado en el Ateneo Real de París hace dos siglos, ya avisó de que el «peligro de la libertad moderna es que, absortos en el disfrute de nuestra independencia privada y en la prosecución de nuestros intereses particulares, renunciemos con demasiada facilidad a nuestro derecho a participar en el poder político». Así pues, «una vigilancia activa y constante» sobre nuestros representantes es siempre necesaria, si no queremos acabar consumiendo esos productos en mal estado que pretenden vendernos.
Pedro Sánchez sabe que sacar adelante los presupuestos le garantiza acabar la legislatura. Si consigue pasar el examen, ya no le preocupará Iglesias, salvo para quedarse con buena parte de sus votos, que para eso el PSOE es el grande y Podemos el chico.
Hoy vence el Día de la Fiesta Nacional más apagado, que corona un puente luminoso que ha pedido a gritos un disfrute que nos permitimos con cuentagotas y vigilantes en un Madrid acechado por Illa y Sánchez.