Mariona Gúmpert | 27 de octubre de 2020
Lo que está completamente fuera de lugar es que se asuma que solo hay un pensamiento correcto y que, además, sea impuesto desde la política. He aquí el motivo por el cual es necesario plantear la «batalla cultural».
Desde hace unos años, se viene hablando de la necesidad de plantear una batalla cultural ante la cosmovisión dominante. Ahora bien, el término es bastante difuso y, de momento, solo sabemos que hay mucha gente de a pie queriendo librarla. La valentía para empezar a decir lo que realmente se piensa –relegando el miedo a ofender- es cada vez mayor. Este fenómeno va in crescendo, de forma que se ha vuelto perentorio plantearse tres cuestiones: ¿en qué consiste exactamente? ¿Es positivo plantear la batalla cultural? ¿Cuáles serían las formas correctas de librarla?
Respondiendo a la primera pregunta, nos viene de suyo la solución a la segunda. Muchas personas tienen temores fundados al concepto del que estoy tratando. En primer lugar, porque no creen que la cultura deba ser planteada como una batalla. Y, en efecto, si entendemos por cultura el patrimonio espiritual de una sociedad, no tiene sentido entender sus frutos como algo dicotómico y enfrentado, donde se busca la aniquilación del otro. Cuenta Stefan Zweig en sus memorias que, durante la Gran Guerra y unos años después de que acabara, los escritores expresionistas tuvieron un gran auge, mientras que la obra del austríaco perdió interés. Esto no significa que dichos estilos literarios pretendieran la eliminación el uno del otro.
En el campo de las artes queda especialmente claro, pero ¿qué ocurre en el área del pensamiento? Más de lo mismo, aunque de primeras pudiéramos pensar lo contrario: lo positivo es la multiplicidad de ideas pero, sobre todo, que circulen de forma libre y sin censura. De hecho, cuando esto ocurre con auténtica honestidad intelectual es cuanto más fecundo resulta el vasto campo del pensamiento. Miguel Ángel Quintana Paz comentaba, con acierto, que las «batallas entre filósofos» son las únicas en las que ambos salen vencedores: uno aprende de las ideas del otro, y tiene la oportunidad de corregir las propias, o afilarlas, proporcionándoles cimientos más fuertes. Esta es la única forma de que comparezcan el saber y la verdad.
Cuando uno concibe así el campo de las artes y el pensamiento, el término ‘batalla cultural’ tomado de forma literal le produce un horror más comprensible. Hay que advertir, pues, que cuando usamos ese término no estamos hablando solo de cultura. Esto se entiende rápidamente cuando recuperamos otra de las expresiones en boga: ‘pensamiento políticamente correcto’. Esta expresión resume la clave de la cuestión. Para empezar, introduce ya la unión entre política y cultura, unión que, por otro lado, es natural. Lo que está completamente fuera de lugar es que se asuma que solo hay un pensamiento (cultura) correcto y que, además, sea impuesto desde la política.
Y he aquí el motivo por el cual no solo resulta positivo plantear la «batalla cultural», sino que además es necesario. Porque lo que está ocurriendo –cada vez de forma más envolvente y asfixiante- es una retroalimentación entre cierto tipo de pensamiento y la política actual. De esta forma, se produce lo que en sociología se conoce como ‘espiral del silencio’: uno acaba teniendo la sensación de que es el único que discrepa frente al pensamiento y la política de la sociedad en la que vive, por lo que termina callando. De esta forma, se acrecienta el fenómeno por el que toda persona con ideas discordantes acaba por pensar que está sola, porque no oye voces como la suya.
Este silencio es tomado por los que sí comulgan con las ideas de su tiempo como una especie de confirmación moral de su cosmovisión, de forma que ni se les ocurre que puedan estar equivocados. De hecho, cuando alguien se atreve a discrepar se le corta en seco, como se le callaría a alguien que afirmara que es moralmente bueno asesinar a un bebé de unos meses a cuchillazos.
Cuando el campo del arte y del pensamiento libre se angosta, y lo poco que queda de la cultura está en relación íntima con el poder, es inevitable que una sociedad vaya pudriéndose sin remedio
Las ideas dominantes acaban por permear la política y esta, a su vez, y en virtud de su capacidad de dictar leyes, va trasformando la sociedad; nuestro Gobierno resulta un ejemplo paradigmático: nos están colando la eutanasia por la puerta de atrás, lo siguiente será la ampliación de los supuestos en los que es permitido el aborto, y ya se nos ha ido al vertedero uno de los pilares de nuestro sistema jurídico: la presunción de inocencia (como ocurre con la ley integral de violencia de género). Una vez las ideas se convierten en leyes, la discrepancia es más peligrosa todavía, y el campo libre de la cultura –empezando por la educación- se va cercenando cada vez más, por miedo a ser condenado al ostracismo social y profesional o, incluso, al penal.
Cuando el campo del arte y del pensamiento libre se angosta, y lo poco que queda de la cultura está en relación íntima con el poder, es inevitable que una sociedad vaya pudriéndose sin remedio. Ahora bien, ¿cómo librar dicha batalla? Quizá dejando claro que no es una batalla en un sentido literal de la palabra, sino que se parece a lo que antes comentaba sobre las discusiones entre filósofos; no se trata de vencer, sino de convencer: con(junto, todo)-vincere (vencer), es decir, vencer junto al otro. Entre otras cosas, para evitar caer en algo que acabe siendo lo más parecido a una guerra, en la cual se ve en el otro un enemigo al que hay que aniquilar. Se empieza aniquilando figuradamente, y se acaba haciéndolo de forma literal. Estoy convencida de que ninguno de los que me están leyendo desea esto, aunque solo sea porque aún tenemos muy presente el pasado más o menos reciente de España.
De ahí la necesidad urgente de librar la batalla cultural. Si les resulta exagerado o fuera de tono el concepto, llámenlo La gesta del convincere. Pero, por favor, no nos quedemos callados.
La mejor manera de ganar la batalla cultural es no librándola. ¿Por qué? Porque batalla cultural significa violencia disfrazada de cultura.
Los que se creen osados y valientes por librar la tan manida batalla cultural contra molinos de viento con la cara de Soros no entienden que, a la larga, están haciendo el juego a los que pretenden estar combatiendo.