Marcelo López Cambronero | 25 de noviembre de 2020
No nos debería extrañar que el presidente del Gobierno cambie de opinión, de estrategia, de postura, de aliados y de principios, porque para él la política consiste en acaparar poder.
Para saber en qué consiste cualquier actividad humana hemos de mirar a aquellos que la realizan, especialmente a quienes lo hacen de manera eminente. Les aseguro que entenderán mucho más sobre Arte prestando atención a los artistas y a sus obras que a los teóricos del asunto, al menos a largo plazo. De la misma manera, si hablamos sobre «¿qué es la política?» conviene dejar de lado los aspavientos metafísicos y los idealismos, porque el quid de la cuestión solo se puede encontrar en el hacer particular de aquellos que la practican.
Eso no quiere decir que aclararse en estos puntos sea una cuestión sencilla. Habitualmente, los que están haciendo algo se encuentran tan metidos en faena que no tienen tiempo ni interés por dilucidar en qué consiste aquello que hacen y se dedican a mirar a las cuestiones más inmediatas que los acucian y amedrentan. Entre los políticos también hay pocos que sean capaces de avistar un poco más allá para saber a qué es a lo que en realidad se dedican.
Observemos, pues, a nuestros políticos en acción y pronto nos daremos cuenta de que su preocupación más importante es acaparar una cuota de poder cada vez mayor. Lo asombroso es que cuando nos fijamos, por ejemplo, en el presidente del Gobierno, descubrimos que no lo hace con la intención de llevar adelante un proyecto concreto o una serie de ideas expuestas en su programa electoral o adaptadas a los asuntos que urgen y preocupan, sino única y exclusivamente con la intención de acaparar poder. Y por eso no nos debería extrañar tanto que para conseguirlo cambie de opinión, de estrategia, de postura, de aliados y de principios, porque la política no consiste para él (ni para tantos otros) en defender sus opiniones, aplicar sus estrategias o seguir sus principios, sino en —insisto— acaparar poder.
Lo que haga falta, lo que sea necesario y pasando por encima de los ideales y las personas que sea preciso para acaparar poder.
A veces decimos que tal o cual dirigente del más alto nivel —hoy se escucha por todos lados— «ha traicionado a su partido», cuando la única traición de la que entiende dicho partido es que trasvase sus votos, es decir, parte de su cuota de poder, a otros. Aquellos que apoyan y sostienen a las diversas camarillas de los partidos solo están preocupados por su posición y sustento, que depende de que los resultados electorales les sean favorables. Es eso lo que los inquieta y con esas únicas miras se ponen y quitan líderes, se alzan o derriban figuras.
La política, cuando la miramos tal y como se presenta a nuestros ojos hoy en día, es, por lo tanto, la lucha por la conquista del poder. Las ideologías, las proclamas y las consignas son de quita y pon, contingentes y vacías, y se cambian o matizan según los analistas, los consejeros o las estadísticas prevean que conviene lo uno o lo otro. De ahí que ser socialdemócrata o liberal, comunista o conservador, ya no signifique para el pueblo prácticamente nada: se es de Pedro Sánchez, de Pablo Iglesias o de Pablo Casado como se es del Madrid, del Barcelona o del Valencia, o como se simpatiza con el Kiko Rivera o con la Pantoja, sin más. No hay razones. ¿O es que se era socialdemócrata porque el partido defendía la unidad de España y la Constitución, porque luchaba por la igualdad o por el feminismo? Pues habrá que ir cambiando de argumentos, porque el actual partido en el poder, que se afirmaba socialista, ha tirado por tierra todas esas ideas. Lo que ha sucedido es, sencilla y llanamente, que conservar el poder en este momento los ha llevado por otros derroteros.
Los partidos políticos se han convertido en estructuras de intereses que buscan cobijo y sustento a miles de militantes aventajados que aspiran a vivir del erario público
¿Y por qué y para qué tanta sed de poder? Por la sencilla razón de que los partidos políticos se han convertido en estructuras de intereses que buscan cobijo y sustento a miles de militantes aventajados que aspiran a vivir del erario público. Esto obliga a conseguir unos resultados electorales que respondan a las expectativas de dichos cabecillas y sus séquitos, que son los que al final sostienen al líder encargado y responsable de llevarlos a la victoria, es decir, al carguillo.
Ahora bien, tenemos que tener muy en cuenta que cuando la política se reduce a la lucha por el poder —sin más ética ni criterios— el único sostén real del discurso es la vieja dialéctica entre los amigos y los enemigos. Y si no lo vemos de un primer vistazo, vayamos a la experiencia común: ¿cuánto hace que usted va a votar a unos, los que sean, sin más convicción que el deseo de que no ganen los otros? Pues eso.
Solo que hay un problema y es que «eso» no es democracia, y es aquí donde deberíamos empezar a preocuparnos, porque la dialéctica amigo-enemigo, tan amada por dictadores y tiranos, provoca la fragmentación social y la ruptura de las posibilidades de diálogo que dan sentido a la democracia. Si se quiere reducir la democracia a un sistema pacífico de resolución de conflictos —las elecciones—, estamos acabados: también hay elecciones en Rusia, en Cuba, en Venezuela y en China, y en todos estos países no funcionan como procedimiento democrático, porque los «disidentes» son eliminados antes de que puedan competir en ellas o depurados si consiguen algún resultado significativo. ¿Por qué se actúa así? Porque son «los enemigos».
La democracia entra en declive cuando los «otros» dejan de ser interlocutores válidos y, es más, necesarios, imprescindibles para la construcción del bien común; cuando se considera que sus propuestas ya no pueden enriquecer y afinar las mías y cuando empiezo a sentir —después a pensar y a la postre a afirmar— que es mejor que desaparezcan del mapa electoral, intelectual o ideológico. Y esto hoy, en España, sucede en todos los tonos de color del arco político, aunque es verdad que en algunos sectores más que en otros.
Democracia es algo más que procedimientos, algo más que elecciones, incluso algo más que respeto a los derechos y libertades fundamentales. Democracia es una cultura, un modo de estar ante la política. Es la actitud de quien no considera descabellado cambiar su voto en futuras elecciones. Es la posición de quien cree que solo puede comprender el mundo, la sociedad, sus problemas y sus posibles soluciones si se mantiene en diálogo con quienes mantienen otras perspectivas, es decir, con quienes sienten y viven la realidad desde otro ángulo. Un ángulo en el que comparece una parte del mundo que sin ellos yo no podría llegar a percibir ni valorar.
El caso es que la Transición tiene más de Estado de golpe que de Estado de derecho y la democracia tal como se practica no parece muy compatible con la patria, de la que se ha llegado a decir que es un concepto «discutido y discutible».
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