Luis Núñez Ladevéze | 26 de noviembre de 2020
El manifiesto en defensa del español presentado por Antonio Miguel Carmona responde a las protestas del sentimiento socialista que anudó en la Constitución del 78 un lugar de reconciliación y encuentro entre españoles escindidos por la Guerra Civil.
Los socialistas navarros pactaron con los proetarras a pesar de la oferta de Unión del Pueblo Navarro de abstenerse para que pudieran gobernar la comunidad foral sin ser tributarios de un terrorismo apaciguado. Bildu concedió su apoyo a cambio de amordazar las mortajas de una docena de socialistas asesinados, alguno, como Joseba Pagarza, en Navarra. Pedro Sánchez ha reafirmado por carta a los militantes socialistas que este tributo debe borrarse de la reciente memoria histórica, porque la actualidad requiere que es necesario aprobar los presupuestos para mantener al Gobierno.
La facción socialista que controla Sánchez para asegurarse como presidente finge que no hay otra opción que la de pactar con terroristas aplacados, pero no arrepentidos, porque lo esencial es pasar como sea el Rubicón presupuestario. El cómputo de votos ofrecidos por Ciudadanos desmiente esta patraña. Basta con aceptar esta oferta para que la ley obtenga el respaldo suficiente. Suficiente para comprender que lo que propone su carta a militantes ha de interpretarse, no al corto plazo de la legislatura, sino al plazo que necesita la continuidad del programa pactado con Podemos. A diferencia de Sánchez, Pablo Iglesias no disimula que su objetivo es afincarse en Moncloa: que la derecha se olvide de gobernar al menos durante un decenio.
No es un secreto guardado por el partenaire gubernamental sobre la estrategia conjunta. Podemos coincide con Bildu en su designio de avanzar en un continuo desmantelamiento desde dentro de la Constitución de 1978. Como los enemigos de mis enemigos son mis amigos, a Bildu y Podemos los enlaza su enemistad hacia la monarquía parlamentaria. Se trata de aplicar un designio político de acoso y derribo del Estado constitucional. Como para Sánchez esa intención es inconfesable, procura camuflarla. Lo diga o no, servirse del voto de Bildu lo deja a merced de hacer de la monarquía democrática el enemigo de la coalición con su amigo Iglesias. No hay otro vínculo que pueda unirlos. Un lazo no confesable por un Partido Socialista heredero de los artífices de la Constitución que el oportunismo personal de la facción que lo controla no impide debelar.
Si hay que tirar de memoria, el cerco del Tinell abrió el camino a la división del Parlamento en dos frentes inconciliables. Inició la deriva hacia una república fragmentaria donde la lengua española no tendrá función como vehículo de comunicación entre españoles. La fragmentación es el punto de convergencia de socialistas, comunistas e independentistas. Triunfó esta alianza con la moción de censura que instaló a Sánchez en el Gobierno. Pero esta senda desmembradora produce desasosiego en el electorado y dentro del partido. Se justifica para evitar que la derecha alcance el poder. Una muestra inequívoca del grado de aversión a la oposición fue el rechazo de Antonio Miguel Carmona a la alcaldía madrileña ofrecida por Esperanza Aguirre a cambio de no pactar con Podemos.
La huida hacia el desmantelamiento constitucional y la disgregación nacional emprendida por la coalición ha aumentado el desasosiego. De aquí que Sánchez salga a escribir a sus afiliados para aplacar una desazón que comienza a clamar en voz alta. Hasta ahora, palabras agitadas por el viento. El Gobierno aplica la disciplina de partido a una férrea red clientelar que empezó a elaborarse cuando Sánchez ganó en las primarias a una gestora olvidada. Felipe González, Alfonso Guerra y Juan Luis Cebrián, voces del pasado, un socialismo envejecido. Según la carta, la coalición con Podemos responde a la sensibilidad de una nueva generación.
Ahora no son solo palabras de la generación relevada. Un manifiesto para recoger firmas en defensa del español presentado por Antonio Miguel Carmona responde a las protestas del sentimiento socialista que anudó en la Constitución del 78 un lugar de reconciliación y encuentro entre españoles escindidos por la Guerra Civil. Carmona no representa el corrupto y amortizado socialismo andaluz. La recogida de firmas puede servir a una trama desafiante al personalismo del socialismo desvirtuado liderado por Sánchez. Los consejeros áulicos no hubieran recomendado publicitar la carta de no haber percibido que esta iniciativa puede contagiar un malestar peligroso para el porvenir de la coalición gubernamental.
La recogida de firmas puede servir a una trama desafiante al personalismo del socialismo desvirtuado liderado por Sánchez
Carmona ha salido a la palestra para ofrecer un recambio donde converjan los antiguos socialistas con el mismo espíritu de renovación al que apela la carta. Solo es sospechoso de haber sacrificado a la disciplina del partido su interés para acceder a la alcaldía madrileña. Su propuesta no es recusable, pues su gesto no puede ser interpretado como traidor a la causa. No es vulnerable, como Santiago Abascal, a la acusación de cainismo. No puede atribuírsele complicidad con la oposición. Actúa desde dentro, a cara descubierta. Ofrece una salida digna, no sonrojada, al alma compungida del voto socialista. ¿Germen de una opción democrática reparadora de su actual atribulación?
Ya que nada que no sea su permanencia impide a Sánchez convocar elecciones que marginen a Podemos, la iniciativa de Carmona pone en evidencia quién es el feudatario en la coalición. Lo obliga ante los suyos a optar entre el respeto al español como lengua común o la evanescencia delicuescente de las lenguas territoriales. Para prevenir ese foco de disidencia, congruente con el memorial constitucionalista del PSOE, el círculo de Sánchez se ha apresurado a que firme una turbia contrarréplica. Lo que en su día pude ser, pero no fue José Bono, podría representarlo la tácita postulación de Carmona.
La ley de educación es más un instrumento político que social, que vuelve a dejar de lado a los más vulnerables y que no corrige la tendencia de polarización social y territorial, sino que la agrava.
Juan Carlos I sancionó la Constitución del 78. Su hijo y heredero se limitó a jurarla para ser rey y verse ahora con la grave responsabilidad de ser la única esperanza de la nación en la que ninguna de las demás instituciones inspira la menor confianza.