Juan Milián Querol | 06 de enero de 2021
Salvador Illa no fue nombrado ministro por sus saberes en el terreno de la salud, sino para garantizar una relación fluida entre el Gobierno español y el independentismo catalán. Y esa seguirá siendo su misión como candidato en las elecciones de Cataluña.
Pocas horas después de negar esa posibilidad, Salvador Illa fue designado candidato del PSC en sustitución de Miquel Iceta. Comparadas con las atroces mentiras referidas a la pandemia, este disimulo preelectoral queda dentro de los márgenes de lo piadoso. Sin embargo, la falsedad se consolida como un elemento estructural de la casa socialista. Sin ir más lejos, su líder, Pedro Sánchez, solo dice la verdad el día de los Santos Inocentes. En innumerables ocasiones negó la posibilidad de formar una coalición gubernamental con Podemos, ya que el populismo conllevaba, entre otras calamidades, «cartillas de racionamiento». Ahí acertó. Llegó a decir que, con Pablo Iglesias en el Consejo de Ministros, él «sería un presidente del Gobierno que no dormiría por la noche, junto con el 95% de los ciudadanos de este país que tampoco se sentirían tranquilos».
El abrazo entre Sánchez e Iglesias corroboraría el pacto del insomnio y, desde entonces, no hay semana en la que nos digan que no harán presidente de la Generalitat de Cataluña a un independentista. Prepárense, porque si los números lo permiten, se demostrará que el auténtico candidato de Sánchez no es otro que Pere Aragonès. Se trataría de una nueva versión del tripartito, más radicalizada e incompetente, que apuntalaría el poder del insomne presidente en La Moncloa y dejaría al constitucionalismo catalán a los pies de los caballos independentistas.
Illa hará lo que le diga Sánchez. Él es un buen tipo que, por no molestar en las fiestas identitarias del fanatismo woke, ha protagonizado la peor gestión de la pandemia en todo el mundo desarrollado. Su gobierno ha liderado en algún momento todos y cada uno de los peores rankings sanitarios y económicos. Un político responsable se habría plantado ante la voluntad de sus compañeros de retrasar las medidas para hacer frente a la pandemia, pero él prefirió ser el colaborador necesario de la mayor negligencia que jamás haya sufrido nuestra democracia.
En Manual de incompetencia, los periodistas Iñaki Ellakuría y Pablo Planas relatan toda la cadena de bulos y errores del Gobierno de Illa. Es un libro que estremece e indigna, porque demuestra que, ante el maldito virus, sí se pudo saber y bien poco se hizo. El 11 de febrero la OMS reiteró la urgente necesidad de adquirir material de protección. Dos días después se reunieron los ministros de Sanidad de la UE que alertaron del riesgo de desabastecimiento de productos sanitarios procedentes de China. Pero para Illa la cuestión no iba con nuestro país. Tras esa reunión, el ministro manifestó que «España tiene suficientes suministros de equipos personales de emergencias». Pronto España sería el país con más sanitarios contagiados por coronavirus de todo el mundo.
El 24 de febrero, el director de la OMS urgía a la comunidad internacional a «hacer todo lo posible para prepararnos para una pandemia». El brote de Italia ya estaba descontrolado. El 28 de febrero la OMS eleva el riesgo de «alto» a «muy alto» y El País informa sobre el colapso del sistema de emergencias. El 2 de marzo el Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades advirtió sobre el peligro de celebrar actos masivos que pudieran acelerar la transmisión del virus. El Gobierno de Sánchez hizo caso omiso. La propaganda del 8-M iba por delante de la prevención. De hecho, hasta después del anuncio del estado de alarma -14 de marzo-, el ministerio no empezó a comprar mascarillas y guantes a gran escala.
Quizá el ejemplo más evidente de desinformación gubernamental durante la pandemia fue la vinculada al uso de las mascarillas. A diferencia de otros gobiernos con más experiencia o con menos populismo, el de Illa desaconsejó el uso de esta protección. El 25 de febrero el ministro señalaba en rueda de prensa que el uso de mascarillas no era necesario. A finales de abril las mascarillas empezaron a ser «muy deseables». La obligatoriedad no llegaría hasta el 20 de mayo. Lo peor es que el Gobierno y sus voceros mediáticos habían generado un clima contrario a aquellas personas que las usaban o reclamaban su uso. Se les tildaba de ignorantes y se les ridiculizaba. Después se reconocería que el problema era el desabastecimiento. Mentira sobre mentira. El inicial discurso negacionista del Gobierno podría haber provocado miles de contagios.
Es verdad que Illa no fue nombrado ministro por sus saberes en el terreno de la salud, sino para garantizar una relación fluida entre el Gobierno español y el independentismo catalán. Y esa seguirá siendo su misión en el Parlament catalán o en el govern de Aragonès, si los números lo permiten. Las negativas que ahora escuchamos por ambas partes están tan acordadas como el pacto entre ambas formaciones. La actual pelea preelectoral entre el PSC y ERC es justo la misma que la del PSOE y Podemos en 2019. Son reproches previamente estipulados. Son los Pimpinela de esta campaña. De todas maneras, el socialismo ya ha empezado a mentalizar a sus votantes del cambio de paradigma. A partir de ahora premiar a los delincuentes será un elemento de concordia y se considerará que el procés fue culpa de todos, también de la vecina del quinto.
La manipulación del pasado y la perversión del lenguaje acercará a socialistas y a republicanos; y alimentarán un segundo procés, como alimentaron el primero. Volverán las promesas irresponsables al estilo «apoyaré» de José Luis Rodríguez Zapatero. Volverán a jugar al nacionalpopulismo más ramplón, al estilo de aquel José Montilla que llegó a declarar que «no hay tribunal que pueda juzgar nuestros sentimientos ni nuestra voluntad. Somos una nación». Volverán a legitimar la fragmentación de la democracia como hizo Pere Navarro con el «dret a decidir» y su propuesta de referéndum en el programa electoral de 2012. Si los números lo permiten, el PSC también lo volverá a hacer.
La vía Iceta es el oxímoron retórico que utilizó Sánchez para ganar la moción de censura conciliando propuestas incompatibles: defender la Constitución aliándose con los independentistas.
El candidato del PP a la Generalitat afirma que su partido «es el único que en Cataluña defiende la propiedad privada, la libertad educativa y los impuestos bajos».