Javier Varela | 26 de enero de 2021
El que fuera elegido como «ministro de Cataluña» va a ser utilizado para una campaña electoral solo por haber sido la persona con más horas de televisión y atención mediática en el último año.
13 de enero de 2020. Salvador Illa se convierte en el nuevo ministro de Sanidad del primer Gobierno de coalición de España. 26 de enero de 2021, un año y 13 días después, Illa deja el Ministerio de Sanidad tras haber ¿gestionado? la peor crisis sanitaria en 80 años. Lo curioso, y sonrojante, por mucho que quieran vestirlo de otra manera con los relatos a los que este Gobierno nos tiene acostumbrados, es que, con todos los motivos que ha tenido Salvador Illa para dimitir como ministro de Sanidad en los últimos 11 meses, haya dejado el cargo para centrarse en la campaña de las elecciones catalanas. Ni por las mascarillas, ni por la falta de material sanitario, ni por el comité de expertos, ni por la cogobernanza, ni por los fallecidos… Eso es lo que se llama responsabilidad política. Y en plena tercera ola.
En cualquier país serio y con un Gobierno serio, que el máximo responsable de la gestión de la pandemia deje su cargo en el momento en que hay más contagios y durante la tercera ola de coronavirus, ya sería motivo suficiente para que no lo votase ni su familia. Que el ministro de Sanidad, en plena pandemia, vaya a ser utilizado para una campaña electoral solo por haber sido la persona con más horas de televisión y atención mediática en el último año debe estar entre las decisiones más miserables que hayan ocurrido jamás en política. Y mira que este Gobierno nos está acostumbrando a muchas de estas decisiones. Que el ministro de Sanidad deje su cargo con un nuevo récord de contagios y muertes en un fin de semana habla de su falta de pudor. Ya saben, el interés electoral por delante de las vidas.
Pero que nadie se engañe, porque Salvador Illa llegó a este Gobierno de coalición para ser el ‘ministro para Cataluña’. Pedro Sánchez lo puso al frente de un ministerio prácticamente sin competencias, transferidas todas a las comunidades autónomas. Un ministerio ‘florero’ que hasta Podemos no quiso por falta de visibilidad, contenido y competencias. Pero entonces apareció el coronavirus para ponerlo todo patas arriba y convertirlo en el ministerio más importante. De hecho, el sábado 14 de marzo de 2020, solo dos meses y un día después de su toma de posesión como ministro de Sanidad, Salvador Illa se convirtió ‘de facto’ en la segunda autoridad con más poder del país, después del presidente del Gobierno, cuando el decreto del estado de alarma le otorgó el mando único contra la pandemia.
Un mando único que le vino grande. Con el coronavirus campando a sus anchas por España, Salvador Illa se agarró a los expertos –centralizados en Fernando Simón– y descubrió la incapacidad de su ministerio para afrontar algo aparentemente tan sencillo como la compra de material sanitario en el extranjero. Una incapacidad que dejó a los sanitarios de toda España con las vergüenzas al aire y luchando contra un virus letal con bolsas de plástico, respiradores de Decathlon, mascarillas recicladas y unos hospitales sin capacidad de reacción ante la COVID-19. Salvador Illa y su equipo tardaron semanas –haciendo una gestión de compras pésima y quedando en evidencia en más de una ocasión- en conseguir material para los sanitarios, mientras el país permanecía perplejo y confinado en casa, contando casi mil muertos al día por una enfermedad que el Ministerio de Sanidad, semanas antes, había definido como poco más que una gripe. Una enfermedad para la que ni Salvador Illa ni su escudero Fernando Simón se aclaraban de si era necesario usar mascarilla o no. Primero dijeron que no, para asegurar luego que sí y para pasar al debate de si quirúrgicas o higiénicas. Mientras, la población seguía encerrada en casa.
Con miles de contagios confirmados y sin test para muchos miles de ciudadanos que en esas semanas de confinamiento mostraron síntomas evidentes de haber contraído la COVID-19, Salvador Illa y el ministerio demostraron –otra vez- una nula capacidad para conseguir test fiables. Llegaron, claro que llegaron, pero tarde y mal. Porque muchos de los test que se realizaron en las primeras semanas del desconfinamiento parecían como aquellas tarjetas del rasca y gana y no acertaban una. El tiempo pasaba y ni Salvador Illa ni su jefe, Pedro Sánchez, asumían ningún tipo de responsabilidad y se acogían a que las competencias estaban transferidas a las comunidades autónomas y al comité de expertos. Esos gurús a los que se agarraban Salvador Illa y Pedro Sánchez para tomar cualquier decisión y, acto seguido, hacer como Pilatos y lavarse las manos. Un comité de expertos que, a pesar de que Pedro Sánchez y Salvador Illa aseguraron que existía y que había actas de todas las reuniones celebradas, resultó que nunca existió.
El desastre de la gestión de los primeros meses de pandemia dio paso a una segunda etapa en la que Illa compartió el mando de las decisiones con las comunidades autónomas inventando un término: cogobernanza. Una cogobernanza que tampoco ha funcionado, porque en las decisiones siempre ha mandado más la política que la salud, con una guerra abierta con la Comunidad de Madrid que todavía sigue. Salvador Illa asumió las competencias de las 17 comunidades autónomas tras 18 años de descentralización sanitaria total, pero con la desescalada y la ‘nueva normalidad’ llegaron las primeras disputas por desacuerdos en las condiciones para ir levantando restricciones, que se han agravado en las últimas semanas y por las que Salvador Illa se ha ganado el reproche de la gran mayoría de las comunidades autónomas, independientemente de su color político. Una cogobernanza que nos regaló 17 Navidades en una España.
En plena tercera ola, la aparición de la vacuna fue como agua de mayo. Pero, como durante toda la pandemia, la política estuvo por delante de los criterios sanitarios y científicos, y el ministerio de Salvador Illa premió a Cataluña con casi el doble de vacunas de las enviadas a la Comunidad de Madrid. Las vacunas como arma electoral. «Estamos ante el principio del fin», dijo Salvador Illa el día en que se anunció el programa de vacunación contra el coronavirus. Pero la realidad es que el ritmo de vacunación no es el prometido, como tampoco lo es el reparto, ni el orden establecido. El Gobierno de Pedro Sánchez insiste en que, para verano, el 70% de la población española estará vacunada. Veremos.
Pero quizá el episodio más sonrojante y lamentable de Salvador Illa como ministro de Sanidad haya sido la dificultad de su ministerio para recopilar datos fiables de la evolución de la pandemia. Una situación que provocó caos en las cifras y que, pese a anunciar que habría transparencia, Illa ocultó durante más de dos meses los datos de fallecidos en residencias. Con 2,5 millones de contagiados contabilizados por el Ministerio de Sanidad (casi cinco millones, según el estudio último serológico nacional) y 55.000 muertos (más de 80.000, según otras estadísticas de organismos oficiales), Salvador Illa se marcha para seguir su carrera política en Cataluña y sin haber asumido en estos 379 días como ministro de Sanidad ni un solo error. Ah, y se marcha sin comparecer en el Congreso de los Diputados para rendir cuentas por el estado de alarma. Una decisión que hasta sus socios de Gobierno han criticado.
El Gobierno solo tomó medidas frente al coronavirus cuando pasó el 8M, pese a las advertencias de la OMS y el espejo de Italia. Ahora, lejos de atajar la situación, buscan culpables colaterales.
El flamante fichaje del PP para las elecciones catalanas lamenta, tras el retraso de los comicios y los malos datos de la COVID, que «tenemos un ministro de Sanidad que se permite el lujo de estar a media jornada, con un ojo puesto en la campaña catalana y el otro en el ministerio».