Esperanza Ruiz | 07 de marzo de 2021
Nadie va a cesar a Pablo Iglesias y, desde luego, él, que lleva currándoselo desde el instituto, no va a renunciar a una sinecura que empezó como sueño revolucionario de época acneica.
Si los tristes primeros años de Margaret Thatcher en el poder sonaron, entre otras cosas, a la guitarra de Johnny Marr, la ruina de Pedro Sánchez suena a algo que está entre la Lacrimosa y un fraseo de Los Chikos del Maíz.
Con el rap hemos topado. No es ningún secreto que la banda formada por Toni «el sucio» y el Nega, que llevó regular lo de la idiosincrasia obrera durante su corta etapa como soldador, es una de las referencias musicales de Pablo Iglesias Turrión. A nadie puede extrañar. Iglesias es tan sutil como una rima de los raperos valencianos.
Cuando no le da por agitar a la turba o querer fiscalizar la prensa, apenas disimula su disgusto por tener que manejarse políticamente sobre un tapete que considera rancio, manchado por antiguos compañeros de mesa que jamás conoció.
De hecho, por dudar de la calidad democrática española, 196 personalidades del mundo de la política y la cultura han firmado un manifiesto que exige el cese inmediato del vicepresidente segundo y ministro de Derechos Sociales y de la Agenda del Foro de Davos (la que nos promete, para 2030, la felicidad infinita de un mundo diseñado por impresora 3D y una ración de tofu con grillos a la plancha).
Ya sé que esto de los manifiestos, en el fondo, se hace por la forma. Nadie va a cesar a Pablo Iglesias y, desde luego, él, que lleva currándoselo desde el instituto, no va a renunciar a una sinecura que empezó como sueño revolucionario de época acneica.
Supongo que muchos firmantes del asunto caerán en ello: Iglesias representa la ruptura absoluta. La cosmovisión «victoria-preguista» del Régimen del 78 se la trae al fresco y seguramente haga escasa reverencia a toda esa época de técnicos, ingenieros del consenso y ternos grises. No seré yo quien le tire la primera piedra. Aunque, dadas las circunstancias, más vale Régimen del 78 en mano que cien arcadias volando.
Pablo Iglesias cayó en la marmita de la guerra del abuelo y aquello le sentó mal. Obtuvo el poder de polarizar y transformar en política todo lo que tocaba. Es un chico que creció entre nanas «fraperas» y una mitología revolucionaria pasada por el tamiz del Mayo francés. No ha podido, o no ha sabido, tomar la distancia necesaria (que no la equidistancia) que aportan los años y, si alguna vez bajó el ritmo, lo hizo sacándose un billete ideológico a soleados destinos caribeños. Una flecha más para su arco de progreso.
Los que conocieron al vice y su banda a mediados de los años 90 dicen que los subestimaron. En la España preaznariana, donde El Mundo tenía una sección dedicada a la corrupción y Campmany todavía escribía en ABC, era impensable que alguien tan atrabiliario como el lampiño Iglesias, estudiante en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, fuera más allá de la simple anécdota. La vida por aquellos entonces no estaba para marxismos-leninismos y el populismo sudamericano quedaba lejos. Dar boleto a Felipe González ya era suficiente proyecto político, la verdad.
El señor vicepresidente segundo era entonces una de las melenas visibles de la Unión de Estudiantes Progresistas-Estudiantes de izquierda (UEP-Ei). Esta asociación universitaria, como el resto de las que pertenecían a Derecho, tenía su local en un pasillo escondido en la primera planta de la Facultad.
La UEP estaba rodeada por otras organizaciones en cuyas puertas se podían leer cosas tan variopintas como «Falange Española Independiente», «Teoría y Praxis», «Foro Universitario», «Asociación Tornaso» y la «Asociación de Estudiantes Europeos» (las niñas monas del pasillo que creían en la tierra de promisión tecnocrático-bruselense).
Por allí pululaban, aparte de don Pablo Manuel, futuros asesores y candidatos del partido verde, tertulianos, juezas de lo laboral, padres de niñas de camisa azul con tendencia a liarla parda (nunca mejor dicho) y otras hierbas de la España que hoy es. El campus fue un lugar de entrenamiento político más para nuestro vicepresidente que, supongo, ya debía venir fogueado de su etapa como bachiller.
Mientras el personal se dedicaba a darle al mus, a la botella, a las jais, a la paella de los jueves o a arrancarse por «blurerías», Iglesias estaba en conseguir parcelitas de poder dentro del tinglado estudiantil y, si la memoria del que me cuenta esto no flaquea, llegó a obtener representación en el Vicerrectorado o así.
Como dice José Luis Martínez-Almeida, no desdeñemos a Iglesias, porque es el único que tiene un plan y que, por si fuera poco, lo tiene desde los catorce años
Lo anterior abría la puerta a alguna pequeña subvención y un poco de poder. Ya se le veía la vocación pública a don Pablo. Fue el inicio de una carrera que lo llevaría a una de las más altas magistraturas del Estado.
Que el futuro vicepresidente, y los suyos, se tomaban las cosas en serio lo demuestran ciertos episodios que algunos vivieron entre la estupefacción y el cachondeo. Puedo asegurar que no está haciendo teatrito o impostando como una dama deshonrada cuando denuncia que se siente amenazado por pintadas en las que se lee «coletas rata».
Con motivo de la Navidad, una de las asociaciones mencionadas anteriormente solía organizar un sarao llamado «fiesta patriótica». Se invertían unos ahorrillos en alcohol y algo de papeo para la celebración. En una ocasión se llegó al dispendio de comprar un jamón de tan baja calidad que sangraba. Los efluvios etílicos hicieron que este fuera devorado sin remilgos y, tras el festín, el hermano de un conocido historiador, en plena tajada y con ganas de incordiar, decidió que el pomo de la puerta de la UEP-Ei era un buen lugar para dejar descansar el hueso del porcino. ¿Qué otra cosa podía hacer si no un estudiante achispado en el año 1997, en víspera de vacaciones? Ir a desalinear los chakras al compañero Iglesias, claro.
El vicepresidente, al que habría que investigar si le corre sangre siciliana por las venas, se lo tomó como si Vito Corleone le hubiera dejado una cabeza de caballo en el tálamo. Se sintió amenazado de agresión física y el asunto llegó más lejos de lo que nadie se imaginaba. Me cuentan que hubo algún tipo de queja formal. Es posible que, incluso, se desahogara con algún periodista de su confianza.
En todo caso, que el pasado no nos impida reconocer que Iglesias ha sabido evolucionar con los tiempos. La pobre alma de cántaro, simpatizante de la asociación estudiantil marxista-leninista, que casi fue purgada en los noventa por enamorarse de un «facha», no daría crédito al ver cómo el líder morado ofrecía su despacho en 2016 a Miguel Vila para que conociera (no sabemos si bíblicamente) a Andrea Levy.
Más de dos décadas han pasado desde que el vicepresidente segundo frecuentara la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense. Así las cosas, y como dice José Luis Martínez-Almeida, no desdeñemos a Iglesias, porque es el único que tiene un plan y que, por si fuera poco, lo tiene desde los catorce años. Una preferiría que regresara a su faceta de animador televisivo. Por caridad, que alguien le dé un programa en prime time. No lo hace mal y todos dormiríamos mejor.
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