Guillermo Garabito | 08 de abril de 2021
Pablo Iglesias ha maltratado Madrid tantas veces, lo ha negado tantas veces, que querer presidir la comunidad ahora sería como volver a confiarle las llaves de Roma a Nerón.
Pablo Iglesias no ha entendido que Madrid es un barrio grande. De Somosierra a Villaconejos, el madrileño es de Madrid. Y en los barrios, que hay muchas bondades como en los pueblos, no lo niego, el perdón no es una de ellas. Porque Pablo ha maltratado Madrid tantas veces, lo ha negado tantas veces, que querer presidir la comunidad ahora sería como volver a confiarle las llaves de Roma a Nerón. El Madrid de Pablo Iglesias es aquel que puso las plazas perdidas de pises y asambleas, porque así es como, supuestamente, se le devolvía la dignidad a la democracia, jugando a hacer acampadas en la Puerta de Sol con un megáfono. Y Madrid lo consintió y hasta se lo tragó, pero después entendió que no querían más que llegar a donde estaban otros antes que ellos y que el 15M solo fue aunar en un mismo lugar todas las espaldas sobre las que necesitaban auparse hasta llegar a tomar los cielos del poder, que resultaron ser las moquetas de Moncloa, como siempre.
Pablo Iglesias es la historia interminable en España de la cultura del pelotazo. Están los empresarios que hicieron fortuna con el ladrillo de una forma más honrosa, porque no ocultaban a lo que se dedicaban, y después Pablo Iglesias, empresario de la política. Él, que es el referente que tenía la izquierda española hasta hace dos días, exactamente igual que la derecha tenía a Mario Conde a principios de los noventa. La diferencia, claro está, es que uno era abogado del Estado antes de meterse en banca y el otro, un profesor universitario que ya ejercía como animador de las masas en las plazas de Madrid.
Pablo Iglesias es esa tradición española del jeta de profesión, que busca la oportunidad de no trabajar, pase lo que pase, e incluso cuando el puesto no podría estar mejor pagado. Porque no trabajar es un trabajo muy laborioso, aunque parezca una contradicción. Hay que esforzarse mucho para no dar un palo al agua, pero a esto es a lo que se ha dedicado Iglesias este año y pico en el Gobierno. A tener un despacho con la televisión más grande posible para poder llevar al día todas las series que empieza en casa con Irene sin que nadie lo moleste.
Así, se explica que en su agenda como ministro –agenda 2030– no hubiese ni diez actos al mes. Y todavía tiene el cuajo para decir ayer que «solo un cretino se sentiría bien con muchísimo trabajo», que es el argumento que usaría cualquier vago redomado. Yo entonces pensé en que este jamás ha conocido a esos padres y madres de familia que fueron los que de verdad trajeron la democracia con dos y hasta con tres trabajos diarios, como mi abuelo Justo y tantos otros. Que no tiene ni idea de qué va el tema, porque hoy también los hay que compaginan dos trabajos y hasta tres para poder llegar a final de mes. Y es que los tiempos han cambiado, pero solo un poco, precisamente porque hay que trabajar mucho para sostenerle los caprichos a tipos como él.
Hacerse empresario de la política, que es una costumbre más extendida de lo que debiese en cualquier democracia honrada, ir a acrecentar el patrimonio –o ir a granjearse un pequeño capital, porque en otro lado serían incapaces–, debería de ser impensable. Pero los hay y Pablo Iglesias es ese tipo que fue a poner ladrillos blandos y cemento aguado a la democracia del 78, a ver si con suerte se venía abajo. Los cuarenta y siete millones de víctimas, que somos usted y yo, dan igual. A eso es precisamente a lo que se dedica Pablo Iglesias, a vender y cobrar y ya de los desperfectos del proyecto que se encargue otro.
Pablo Iglesias es esa tradición española del jeta de profesión, que busca la oportunidad de no trabajar, pase lo que pase e incluso cuando el puesto no podría estar mejor pagado. Porque no trabajar es un trabajo muy laborioso, aunque parezca una contradicción. Hay que esforzarse mucho para no dar un palo al agua, pero a esto es a lo que se ha dedicado Iglesias este año y pico en el Gobierno
Por eso se fue de Vallecas con nocturnidad y alevosía precisamente, porque a un primo se le puede timar una vez, como mucho si es un tipo de buena voluntad, dos. Pero en el manual del jeta de profesión pone en letras doradas que no se debe chulear del timo y eso es lo que habría sido tener un coche oficial y a los escoltas todas las mañanas a la puerta. Más después de todo lo que les había vendido a sus vecinos durante los últimos años. Por eso se fue a Galapagar a cambiar de vida, como el Dioni –solo que en vez de ponerse peluquín, se puso un moño–, como si así evitase que lo reconociesen todos aquellos votantes a los que pegó el palo y los dejó con el mismo sueldo, los mismos problemas económicos y sociales, el mismo piso de cuarenta metros, mientras él se lavaba las manos en una piscina nueva.
Y yo cada vez tengo más claro que la serie que ha inspirado a Pablo Iglesias estos años no es Juego de Tronos, ni mucho menos House of cards, sino El príncipe de Bel Air y todo eso de sacar pecho sobre el barrio, pero desde uno donde las casas son más grandes y el servicio mejor.
Cuanto más lo pienso, más miedo me da que, cualquier día de estos, aprovechando la campaña electoral, tengamos que volver a oírlo rapear:
Ahora escucha la historia de mi vida
y de cómo el destino cambió mi movida.
Sin comerlo ni beberlo llegué a ser
el chuleta de un barrio llamado Madrid.
Al oeste en Vallecas crecía y vivía
sin hacer mucho caso a la policía.
Jugaba al fútbol sin cansarme demasiado
porque en la uni la liaba demasiado,
cierto día, jugando al fútbol con amigos,
Errejón y Monedero me metieron en un lío.
Y mi madre me decía, una y otra vez:
¡Ministro, hijo mío, llegarás a ser!
Después de rogarla, incluso la besé,
me dio la maleta y el billete de avión
y entonces me di cuenta de la grave situación…
En Moncloa no se está nada mal,
zumo de naranja en una copa de champán
Llamé a un taxi y cuando se acercó
su molonga matrícula me fascinó,
quería conocer a la clase de parientes
que me espera en Moncloa con aire sonriente
A las siete llegué a aquella casa
y salí de aquel taxi que olía a cuadra.
Estaba en el poder y la cosa cambiaba,
mi trono me esperaba, el príncipe llegaba.
Pero como esto no es una serie, ahora le toca volver al barrio del que salió, ponerse enfrente de aquellos vecinos a los que estafó con una promoción inmobiliaria que no era para ellos, sino única y exclusivamente para él. Volver a Vallecas, después de haber salido a la carrera cuando les dio el palo, es cuanto menos irónico.
Madrid es lo contrario, Madrid es una vocación obstinada y no un capricho, que es de lo que se trata para Pablo, la última salida de esos niños bien que se van del colegio sin armar ruido antes de que los echen, porque no se explica de otra forma que dejase el Gobierno de España por el que tanto había berreado prometiendo que cambiaría las cosas y en el que no cambió más que el pagar a la niñera con los impuestos del contribuyente. Pero como en el Gobierno no lo dejaban caciquear, ahora hace campaña electoral en Madrid contra el «fascismo», contra el hambre de los niños pobres, contra Franco, contra Ayuso, contra las fortunas como la suya, contra lo que sea, porque hacer campaña –aunque toque volver al barrio y jugarse el tipo– es mucho más lucrativo y menos cansado que hacer la cola del INEM.
Siento el mayor de los respetos hacia las víctimas mortales de la covid y sus familias, pero no debemos convertir a la hostelería en el mayor de los sacrificados.
La izquierda no invierte ni un minuto en eso que denominamos «el interés general», el bien común, la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.