Chapu Apaolaza | 24 de abril de 2021
Gran parte de la hostelería ha encontrado en Isabel Díaz Ayuso su musa como inspiración de la libertad y de la gestión en tiempos de pandemia y no dudan en colocar su imagen en los rincones más destacados de sus locales. La presidenta vive en un estado de gracia en el que si el oráculo de Tezanos le da la mayoría, moviliza a su votante y si no, también.
En algunas tabernas de Madrid han puesto una foto a Isabel Díaz Ayuso como antes ponían las fotos de los ciclistas, de los delanteros y de los toreros. A mí me gustan estos bares y restaurantes con retratos por las paredes desde las que te mira gente, y no esos sitios de ahora en los que solo hay comida pintada con tiza y mensajes de autoayuda que explican con tanta insistencia la magia de la vida que uno se siente tentado de quitársela. Un local que no tenga a nadie en la pared es un lugar sin corazón. En una casa en la que me acogieron durante un tiempo en Jerez de la Frontera trabajaba una chica muy joven de un barriada que preguntó a la dueña por qué no tenía fotos en las paredes. Al final, confesó que estaba inquieta, pues creía que en esa casa no se quería a nadie y lo explicó así: «Yo a la gente que quiero la cuelgo en la pared»..
Lo más curioso del debate de las autonómicas fue la sensación cada vez más cierta de que todo lo que hagan para desacreditar a Ayuso no hace más que aumentar su intención de voto. En algún momento, el pulso de Sánchez a la Comunidad de Madrid se pasó de rosca, hizo crack y ahora no importa lo que hagan o digan de ella, pues le favorece. La otra noche, en una cola de San Sebastián de los Reyes, los taxistas seguían el debate en una tableta colocada encima del techo de uno de los vehículos. «Cuanto más verde la ponen, más ganas nos entra de votarla», decían, y se reían mucho.
Esto de reírse es una cosa nueva en la derecha. El último de derechas que se rió fue Arévalo. Ser de derechas era hasta ahora, algo aburrido, un propiamente dicho. En cambio, la izquierda significaba una emoción, con sus músicos, sus cantantes y sus manifiestos con sus legiones de abajo firmantes. La derecha siempre fue cosa de números, realidad y vergüenza, pues el de derechas había asumido en el discurso público que el de izquierdas perseguía el bien común y él, la explotación de los pueblos, la esclavización de culturas indígenas a cambio de un cofre de cuentas de cristal y espejuelos, el sometimiento de la mujer y otras evidencias de las que se excusaba musitando que él en realidad buscaba un buen gestor.
Ahora la cosa ha cambiado. Ayuso vive en un estado de gracia en el que si el oráculo de Tezanos le da la mayoría, moviliza a su votante y si no, también. Porque hay jolgorio y una suerte de emoción, casi una atracción primaveral y divertida, una cierta joie de vivre, que es una cosa que normalmente le es ajena a lo conservador porque ya hemos dicho que aquí la derecha no se ríe.
Esto de reírse es una cosa nueva en la derecha. El último de derechas que se rió fue Arévalo. Ser de derechas era hasta ahora, algo aburrido, un propiamente dicho
El conservador ha encontrado placer en cuestiones que hasta ahora se asimilaban al tedio pero que la izquierda ha convertido en provocadoras gracias a la ridiculización, la chanza y la persecución que ha ejercido sobre ellas desde una concepción del mundo mal llamada progresista. Así es como alguien sale de la iglesia un domingo como si viniera de un concierto de los Sex Pistols, rebelado y echado al monte de un maquis social en el que el poliamor parece mainstream y lo provocador es echarle a tu mujer el brazo por encima del hombro. Cuando Bea Fanjul se confiesa «monárquica, católica y una mujer de bien», provoca más que Rosalía.
Así hay un españolito que de pronto ha comenzado a reírse y en el chiste explica que eso de matar al padre le parece una tontería, que está muy orgulloso del suyo y que por lo que sea encuentra acomodo en las tradiciones que ha heredado de sus padres y de sus abuelos. Que se sabe parte de una cadena interminable de hombres y mujeres que se pierde en el origen de los tiempos de la que recibe una serie de valores con los que no se siente incómodo, que no va a echar por tierra gratuitamente y que con el paso del tiempo ha comprendido que le sirven para guiarse en la vida. Admite que habrá otras culturas, otras civilizaciones y otra gente con otros padres y otros abuelos con otras costumbres, pero que estos son los suyos y que ha dejado de pedir perdón por ellos.
El Gobierno, en plena pandemia, puso sus ojos acusadores sobre Madrid y su presidenta, dejando caer que el Ejecutivo de la capital no tenía alma. Así se fraguó el mayor fracaso de la persecución política de la historia reciente.
La izquierda no invierte ni un minuto en eso que denominamos «el interés general», el bien común, la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.