Elio Gallego | 12 de mayo de 2021
En una época dominada por el emotivismo y en la que el sentir define el ser, la condición de víctima de la injusticia y la discriminación consiste en sentirlo así. Poco importa aquí la objetividad de los hechos, lo real objetivo, pues todo es objeto de sentimiento.
Vemos cómo ante nuestros ojos se cristaliza una forma de pensamiento que se extiende ubicua a todas las esferas y los ámbitos de la vida social y política. Lo abarca todo, lo juzga todo. Se trata de una nueva forma de pensar que fija los parámetros sobre lo que debemos pensar y cómo debemos hablar hasta en los aspectos más personales y privados de la vida. Nueva forma de pensar que es imperiosa, dogmática y no hace concesiones. Y en la que su rasgo más característico consiste en la negación de lo que hasta hace poco se consideraban verdades elementales y hasta de sentido común. Su fuerza es tal que se ve capaz de sustituir ese antiguo sentido común por uno nuevo, en poco tiempo y sin apenas oposición.
Las Administraciones, el Estado con sus policías y sus leyes contribuye, y no en poca medida, a su difusión y su fuerza. Y, sin embargo, no es este su principal agente. Su poder coactivo parece hallarse más bien en el ámbito de la comunicación de masas, y muy particularmente en los medios audiovisuales. Son ellos, sobre todo, los que dictan fatuas de muerte civil sobre aquellos que no se someten a los dictados lingüísticos y valorativos establecidos. Pero ¿establecidos por quién? Y junto a esta pregunta, esta otra: ¿en qué consiste esta nueva forma de pensar?, ¿cuáles son sus rasgos más definitorios, sus características principales?
En cuanto a quién o quiénes son los teóricos de esta nueva forma de pensamiento, lo primero que podría decirse es que son legión. No existe una gran figura única cuyo pensamiento dé unidad y sentido a un corpus doctrinal bien trabado y sistemáticamente coherente, al modo en que lo fue Marx respecto del marxismo. Se trata más bien de una masa heteróclita de autores donde es difícil discernir y mucho menos cuantificar cuál es el grado de influencia de cada uno de ellos. Psicólogos, divulgadores, ensayistas, guionistas y profesores, sobre todo, muchos profesores forman parte de esta legión. Resulta innegable el papel jugado en la conformación de esta corriente de pensamiento por las universidades, en especial francesas y norteamericanas es innegable.
Y lo que puede observarse de los autores puede decirse igualmente del contenido. Lo único que puede constatarse al respecto es que se trata de una corriente formada por un sinnúmero de afluentes, extraordinariamente variados y heterogéneos. Sin embargo, como toda corriente necesita de «orillas» que encaucen este pensamiento, unos puntos de referencia básicos que le den un mínimo de unidad y sentido; y a lo que parece estos puntos es la total abolición de una «naturaleza humana», desligando el sustrato biológico del hombre y su dimensión cultural y simbólica. El otro punto estaría formado por la desconstrucción cultural y simbólica de la entera tradición cristiana, con todas las implicaciones políticas, sociales y jurídicas que ello supone. Una obra masiva de desconstrucción que sobresale por encima de cualquier otro aspecto en la demonización de la figura simbólica del padre. No hay objetivo más fundamental para la nueva Ideología que este.
En su obra de desconstrucción del cristianismo, con su intento de sustitución, la Ideología se condensa y articula en estas tres negaciones, a modo de Anti-Relato del Génesis:
1.- Dios no creó el mundo, cielo y tierra, ni sus órdenes ni sus especies.
2.- Dios no creó al hombre como varón y mujer para que formaran una sola carne y se multiplicaran.
3.- Nunca hubo Pecado original ni el hombre se halla sometido a sus consecuencias.
La idea de un Dios un creador, la santidad del matrimonio y la familia, y la idea de una Caída original son los tres axiomas que para la Ideología han mantenido cautiva la mente de los pueblos y hombres de Occidente, y que han extendido, según su relato, siglos de oscuridad y opresión bajo su hegemonía. Si el hombre quiere realizarse, ser feliz y superar su etapa de oprobio debe proceder a liberarse de dichos dogmas. Y así la primera de estas liberaciones será la liberación de un Dios al que hemos proyectado falsamente todos nuestros anhelos reales de perfección y felicidad (Feuerbach). La segunda sería la liberación del matrimonio y la familia como fuente de todas las represiones del deseo y del placer (Owen, Fourier). Y, finalmente, la tercera y más definitiva estaría en la liberación de la idea de pecado original, que supone a su vez una triple superación de sus consecuencias:
1.- De la enfermedad y la muerte (Descartes, Bacon).
2.- De la necesidad (Hegel).
3.- Del sentimiento de culpa (Sade).
Expuesta sintéticamente lo que venimos llamando la Ideología, escrita así, con mayúscula y en singular, surge una pregunta: ¿se corresponde con un liberalismo llevado hasta sus últimas consecuencias o con lo que se ha venido en llamar «marxismo cultural»? Nuestra posición es que, aun reconociendo lo que el liberalismo tiene de genético de todas las ideologías, nos hallamos ante una Ideología que deriva directamente del marxismo. Y lo primero que el marxismo aporta a todos estos elementos es una coherencia teórico-práctica, es decir, revolucionaria.
En opinión de Marx, mientras este haz de liberaciones no se convierta en acción transformadora del orden social, no pasaría de ser una mera «idea» sin realidad objetiva. Su realidad está en su potencia transformadora, en su capacidad de acción. Porque la realidad se hace. Y es, por tanto, la eficacia de la praxis transformadora la medida de su verdad. De aquí que este contenido no se presente hoy como una cuestión de debate intelectual, sino de batalla y de arma política y, por tanto, de poder. Es una guerra por la hegemonía de la sociedad y de las almas, es una lucha por determinar quién define el mundo y cuál será su configuración futura con todas sus consecuencias.
Nuestra tesis es, pues, que es el marxismo y no el liberalismo el verdadero limo profundo en el que descansa esta corriente ideológica, con toda su sedimentación de detritos que han ido sobreponiéndose sobre su superficie. Un marxismo, sobre todo, que en la medida que asume como propia la deriva racionalista que nace de la negación de lo sobrenatural no puede evitar su degeneración nihilista, como no puede evitar tampoco la heterogénesis de sus fines en cuanto a su resultado. Le corresponde al racionalismo, y con él al marxismo, la deriva inevitable en tres etapas sucesivas hacia el nihilismo señaladas por Donoso Cortés, a saber: Pienso, luego soy; quiero, luego soy; y siento, luego soy.
Se trata de un proceso por el que se pasa de un predominio del pensamiento sobre la realidad, a otro de la voluntad, para acabar, finalmente, en una primacía de las pasiones y del sentimiento. Corresponde a nuestra época la verificación de la intuición donosiana, pues resulta obvio que el emotivismo es la atmósfera que impregna todo nuestro presente. El ser queda reducido a lo sentido. Siento, luego soy. La emoción y el sentimiento se convierten así en la medida de lo real. Una deriva necesaria del proceso racionalista, y que no lo es extraña al marxismo, si bien cuando este fue objeto de teorización prevalecía su dimensión voluntarista, que era la propia de la segunda mitad del siglo XIX. Pero parte de la genialidad de Marx fue asumir, más o menos confusa y parcialmente, que el proceso histórico inaugurado por el racionalismo debía acabar en una exaltación de las pasiones, como ya anticipara Fourier. Por eso fue posible la mixtura entre marxismo y freudismo, pues de algún modo su posibilidad estaba anticipada en el propio pensamiento marxista.
En una época dominada por el emotivismo y en la que el sentir define el ser, la condición de víctima de la injusticia y la discriminación consiste en sentirlo así. Puesto que ser y sentir se identifican, sentirse víctima es, por ello mismo, serlo. Poco importa aquí la objetividad de los hechos, lo real objetivo, pues todo es objeto de sentimiento. Ciertamente, con este subjetivismo el marxismo entra en un proceso de disolución inevitable, debiendo deshacerse de gran parte de su pretensión «científica», especialmente en el ámbito de la ciencia económica y en concreto de la que pasaba por ser la categoría científica suprema descubierta por Marx y explicativa de toda injusticia económica, y que no era otra que la de plusvalía. Del marxismo se conserva, junto con la praxis revolucionaria transformadora de la sociedad, el juego de opresores-culpables y oprimidos-inocentes. Si alguien se siente víctima, por fuerza tiene que haber un culpable. El mundo continúa dividiéndose entre culpables e inocentes, pero ahora el juego se invierte entre mayorías y minorías. Si con el marxismo clásico una minoría culpable explotaba a una mayoría inocente, ahora se torna en su contrario, pues es la mayoría la que victimiza a las minorías, al menos en el seno de las sociedades occidentales. Conseguida la abundancia y un alto nivel de consumo para la mayor parte de la población, esta deviene en conservadora y, por lo tanto, en culpable. Y es culpable precisamente porque ya no se siente víctima de ningún sistema injusto. Lo que descalifica al grueso de la población, a no ser claro está, que asuma de algún modo ser víctima y se sume a algún «colectivo» que haga de ello su identidad. Porque, como decía Odo Marquard, no hay mejor forma de escapar del juicio que convertirse en tribunal.
Ha correspondido a nuestra época comprobar que el resultado del intento de una humanidad que busca redimirse a sí misma será la frustración y el vacío
Pero aún más que la degradación inevitable a la que se ve conducido el marxismo, y que, en realidad, le es atribuible al propio momento histórico, su aspecto más vulnerable radica en que, como todo lo que nace del hombre, se halla sometido al principio de la heterogénesis de los fines. Para una mirada católica, dicho principio se estableció y verificó en el momento mismo en que el hombre quiso convertirse en Dios por sus propias fuerzas y lo que alcanzó fue la pérdida de lo que más divino poseía, la inmortalidad. Principio de heterogénesis de los fines, por cierto, del que Marx fue consciente y que seguramente tomó de Vico, pero que con una ingenuidad imperdonable pensó que no le sería de aplicación a la praxis revolucionaria inspirada por sus ideas. Y nada más lejos de la realidad. Según este principio, lo que el hombre obtiene de su acción es siempre algo distinto cuando no inverso a su intención, colaborando así, sin saberlo, a una razón más alta. Por eso cuando Lenin se planteó, y no hay por qué dudar de su honestidad intelectual, al menos al principio, la extinción del Estado, el resultado de su esfuerzo no fue otro que llevar el estatismo hasta sus más elevadas cotas de realización. Y si la intención de la Revolución comunista en Rusia fue llevar al hombre a un mundo que lo liberase de la necesidad del trabajo pesado y de la escasez, mediante la racionalización de la producción y la eliminación de la plusvalía que depauperaba a los trabajadores, el resultado no deseado fue la generación de una sociedad extraordinariamente pobre y deprimida, en especial si se la comparaba con sus contemporáneas occidentales.
No algo distinto ha de suceder con la llamada «Ideología de Género». La sobreprotección jurídica y política de las «minorías», con la consecuente discriminación injusta con que es tratado el hombre común, lejos de llevar a esas minorías hacia una plenitud en el contexto de un justo orden social, las hará más vulnerables a sus propias debilidades y a nuevas fuerzas que acabarán por deprimirles y volverse en su contra. Es cuestión de tiempo. Y, con todo, es mucho más que esto, pues es el proyecto mismo del Iluminismo lo que está en juego, con el fracaso de su utopía global y total. Ha correspondido a nuestra época comprobar que el resultado del intento de una humanidad que busca redimirse a sí misma será la frustración y el vacío; que el intento de autodivinización del hombre, «dueño por fin de su propia existencia» (Engels), concluirá, lo estamos viendo ya, en la emergencia de un hombre cada vez más frágil y depresivo, más egocéntrico y esclavo de sus pasiones. Una época en la que el resultado no será, pues, la libertad, sino la aparición de una nueva forma de esclavitud cuya mayor infamia estará justamente en su pretensión de que nos hace libres.
En última instancia, «quererse» es un mandamiento (el primero, tal vez el único) del ponzoñoso evangelio del consumo. Para el consumista -que anda, perpetuamente, «queriendo encontrarse»- todo lo relativo a amar está contenido en sí mismo.
Los sensatos buscan adormecernos con sus nanas, cambiarnos el paso, girarnos la vista. Intentan evitar que miremos el abismo que siempre amenaza tras la próxima zancada.