Alejo Vidal-Quadras | 14 de junio de 2021
Una nación de pasado turbulento, con tendencia a la autoflagelación, sacudida por intensas pulsiones centrífugas, dada al maniqueísmo y cuyos integrantes practican un levantisco individualismo, exige un poder simbólico, neutro y moderador por encima de la lucha partidista.
Después de la demoledora respuesta recibida de Antonio Maura en el Congreso, en diciembre de 1918, a su petición de autonomía para Cataluña, el quince de ese mismo mes pronunció Francesc Cambó uno de sus más célebres discursos. Fue en el Teatro del Bosque en Barcelona y el gran estadista catalán puso en el mismo una desbordante pasión que fue respondida con sentidas muestras de aprobación por una enfervorizada y numerosa audiencia. La prensa de la época sin excepción destacó en sus titulares una frase que marcó toda la intervención: «¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!». Quiso así Cambó dar un carácter accidental a la forma de Estado, anteponiendo a la misma la capacidad de Cataluña para decidir por sí misma.
Hoy hay fuerzas políticas en España, todas ellas con representación parlamentaria y una incluso ocupando sillones ministeriales, que han emprendido una ofensiva de extraordinaria agresividad contra la Corona, cúspide y sostén de nuestro sistema constitucional. Dos son los frentes abiertos por estos partidos contra el trono, uno de naturaleza política y el otro puramente ad hominem, centrado en determinados comportamientos escasamente ejemplares del rey emérito.
Sobre los ataques a Don Juan Carlos, no merece la pena detenerse, porque una cosa son los errores que un monarca pueda cometer en su esfera privada y otra muy distinta y superior la institución que representa en un determinado momento histórico. En cambio, sí tiene interés analizar los argumentos de tipo conceptual contra la monarquía, es decir, la acusación, bastante banal por cierto a poco que se la examine en serio, sobre su esencia antidemocrática. De los diez países más desarrollados, democráticos, prósperos, jurídicamente seguros, comprometidos con los derechos humanos y menos corruptos del mundo, siete son monarquías parlamentarias. Por tanto, una simple aplicación del método inductivo echa por tierra la feroz inquina contra esta modalidad del Estado.
Vivimos en un universo de naturaleza heráldica y la sabiduría consiste en descifrar los símbolosLawrence Durrell
La monarquía ha evolucionado profundamente a lo largo del tiempo y, concretamente en Europa, se ha recorrido un largo trecho desde los reinos patrimoniales de la Edad Media mediatizados por la nobleza, la Iglesia y los estamentos, a las monarquías democráticas actuales que reinan, pero no gobiernan, pasando por los soberanos absolutos de los siglos XVI, XVII y XVIII, las monarquías limitadas de la primera mitad del siglo XIX y las constitucionales hasta la Primera Guerra Mundial. Muchas de ellas no han sobrevivido a los procesos revolucionarios y a los grandes cambios sociales, económicos y culturales acaecidos en nuestro continente durante los últimos trescientos años, pero no pocas se han mantenido satisfaciendo plenamente las expectativas de sus pueblos y disfrutando de un apoyo ampliamente mayoritario y del afecto sincero de sus ciudadanos.
Nuestra monarquía instaurada y a la vez restaurada en 1975, democráticamente legitimada en 1978, responde perfectamente a los requerimientos y la especial idiosincrasia de nuestro en tantas ocasiones agitado país. El rey Felipe VI no es depositario de la soberanía nacional, que radica exclusivamente en el pueblo español en su conjunto de manera indivisible e inalienable, sino que la encarna y representa como símbolo.
Lawrence Durrell escribió: «Vivimos en un universo de naturaleza heráldica y la sabiduría consiste en descifrar los símbolos». Una nación de pasado turbulento, con tendencia a la autoflagelación, sacudida por intensas pulsiones centrífugas, dada al maniqueísmo y cuyos integrantes practican un levantisco individualismo, exige un poder simbólico, neutro y moderador por encima de la lucha partidista que, sin interferir ni un ápice en las tareas legislativas, ejecutivas o judiciales, serene los ánimos con su mera presencia, modere, arbitre, aconseje y fije a los españoles ambiciosas metas colectivas a largo plazo desde la única perspectiva del interés general. Solo el monarca puede -y el actual lo hace ejemplarmente- hablar con credibilidad y convicción en sus discursos de valores morales, de virtudes cívicas, de unidad, de cohesión, de esfuerzo colectivo, de solidaridad y de todos aquellos elementos que, ajenos a adscripciones ideológicas específicas, vertebren la sociedad y le abran el camino del éxito.
La perturbadora pretensión de exponer también a la primera magistratura de la nación al vaivén tormentoso del combate de las diferentes siglas fragmentadoras de nuestra arriscada ciudadanía sería añadir un riesgo más, y no menor, a los muchos y agudos problemas que padecemos en los órdenes institucional, económico, territorial y social, de los que son resumen y materialización la ejecutoria del actual Gobierno, su composición y aquellos que lo sostienen en la Moncloa.
¿Qué hubiera sido de España, de su pervivencia, de su patrimonio material y espiritual acumulado a lo largo de veinte siglos, sin la alocución firme, tranquila, severa y clarificadora del rey Felipe VI la noche del 3 de octubre de 2017? Son estos hitos cruciales, aparte de la continua labor de representación de nuestra soberanía, de símbolo de nuestra unidad y de potente vector de nuestra proyección exterior, con especial énfasis en los países consanguíneos de Hispanoamérica, los que demuestran inapelablemente las ventajas de una monarquía democrática y parlamentaria frente a la opción, muy respetable por otra parte, republicana.
Los que pugnan, incansables y olvidadizos de las dos breves experiencias republicanas previas, por volver a fórmulas no solo fracasadas, sino nefastas, no porfían en su maligna labor destructora por afanes democratizadores, porque si algo les importa poco es la democracia y su calidad. Sus motivaciones son otras y no engañan a nadie. Unos pretenden acabar con España como nación para erigir sus imaginadas republiquillas monocromas y opresivas, y los otros insisten en idéntico propósito para levantar sobre los escombros su soñado sistema colectivista y totalitario. Ambas posibilidades producen escalofríos, porque si algo nos pueden traer en caso de triunfar, aparte de la ruina económica y la incompatibilidad con la Unión Europea, sería la absoluta ausencia de democracia.
Pongamos, pues, nuestras esperanzas en Felipe VI, en su tesón, prudencia y ejemplaridad y en la tenue jovencita que, bajo su paternal guía y tutela y la de la reina, está recibiendo una formación tan adecuada como completa, preparándose sin descanso para las altas responsabilidades que la aguardan en un futuro aún lejano, pero también presente, porque si algo define a la institución de la que forma parte desde su nacimiento es la permanencia en el tiempo.
Si planteáramos ahora el vibrante interrogante Cambó en 1918, nuestra respuesta inequívoca debería ser ¡España!, en el bien entendido que este vocablo henchido de tantos y sugerentes significados que nos une, nos hermana y posibilita nuestra existencia, está íntimamente vinculado a la dinastía que desde 1700 tan dignamente garantiza y posibilita estas realidades, la titular de nuestra monarquía parlamentaria. España no es la Corona, pero sin la Corona España dejaría de ser.
Una variada selección bibliográfica para acercarse a la guerra que partió la España de hace 80 años.
La sentencia del Tribunal Supremo sobre el «procés» trae a la memoria episodios pasados que se vivieron en Cataluña en la primera mitad del siglo XX.