César Cervera | 12 de junio de 2021
La decisión de retirar reconocimientos, de borrar de la vida pública a algunas figuras históricas, resulta arbitraria, confusa y siempre hiriente para una parte. El último ejemplo ha sido la la negativa del Ministerio de Transportes a nombrar al nuevo Aeropuerto de Corvera como de Juan de la Cierva, en honor al inventor del girocóptero.
La primera mentira es esa de que la Transición sepultó la Guerra Civil bajo un pacto de silencio. El aluvión de historiografía (82 libros en veinte años dedicados solo a la represión franquista), las novelas, las películas o los documentales que siguieron a la muerte de Franco desmienten por completo esta idea que ha servido para justificar leyes y revisiones muy recientes. El segundo embuste es que los partidos políticos interesados en hablar de lo que ocurrió hace ochenta años lo hacen por preocupación hacia las víctimas del conflicto. Mantener a un grupo de guerracivilistas activos es una prioridad electoral para ciertas ideologías, no una necesidad humanitaria.
Pertenezco a una generación con unos vínculos muy leves con la Guerra Civil. Mis abuelos combatieron en ella, aunque ya no viven hoy para contarme sus experiencias. No me atrevo a decir si para ellos las heridas del conflicto, algunas incluso físicas, llegaron a cerrarse del todo, pero sí sé que para aquellas familias que tienen desaparecidos en las cunetas o a los verdugos de sus parientes adornando calles no es una opción olvidar. La ley de Memoria Histórica responde a necesidades reales para una parte importante de la sociedad española. Hasta ahí puedo comprender el interés en desarrollar leyes que ayuden con las exhumaciones y las indagaciones, no así el tono revanchista y la visión infantil, con unos buenos buenísimos y unos malos malísimos, que emana de la legislación actual.
Como persona dedicada a divulgar la Historia, el punto que más problemas me causa a diario sobre la famosa ley de Memoria Histórica, que el Gobierno ha prometido ampliar durante esta legislatura, tiene que ver con el referido a la retirada de símbolos franquistas. También aquí entiendo la exigencia de una sociedad democrática por cambiar el nombre de calles que dividen más que unen. Ni la izquierda ni la derecha pueden permitirse tener como referentes a políticos que acabaron a puñaladas.
El problema es que, tal y como está elaborado el texto, la decisión de retirar reconocimientos, de borrar de la vida pública a algunas figuras históricas, resulta arbitraria, confusa y siempre hiriente para una parte. Lo hemos visto esta semana con la negativa del Ministerio de Transporte a nombrar al nuevo Aeropuerto de Corvera como de Juan de la Cierva, en honor al inventor del girocóptero. Basándose en un informe del historiador Ángel Viñas, el ministerio que dirige José Luis Ábalos defiende que la denominación no es compatible con la ley por haber participado el inventor, uno de los más importantes de nuestra historia, en el golpe de 1936.
Según el artículo 15 de la ley, se establece que «las administraciones públicas, en el ejercicio de sus competencias, tomarán medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura». Una mala lectura del texto, o más bien una lectura interesada de este, ha dado lugar a interpretaciones tan torticeras como que se quite la calle a militares que, habiendo participado en el conflicto, recibieron el reconocimiento de una calle por cuestiones ajenas a la Guerra Civil o a personajes tan poco próximos cronológicamente al franquismo como el marino Cosme Damián Churruca o el almirante Cervera. Todos fachas, es la inevitable conclusión.
A ello se suma la dificultad de demostrar hechos que, por su lejanía, son objeto de acalorados debates entre historiadores, que manejan herramientas y tiempos muy distintos a los de los políticos. Pedir juicios absolutos a los expertos para justificar la retirada de calles es ponerle un mono de fontanero a Clío. En el caso del juicio político a Juan de la Cierva, se dan varias irregularidades de este y otro tipo. Por un lado, resulta obvio que la supuesta participación del inventor en los círculos monárquicos de Londres, que facilitaron a Franco el avión que lo trasladó de Canarias a Tetuán, no es la razón por la cual se quiere otorgar el nombre de un aeropuerto en pleno siglo XXI. No hay «exaltación» al inventor por su papel político, sino un reconocimiento profesional en tiempos democráticos por su aportación a la aviación, de la que Thomas Edison llegó a vaticinar que revolucionaría el mundo. A España no le sobran tantos inventores como para ningunear a uno de los más importantes.
El historiador Roberto Villa, autor del reciente libro 1917. El Estado catalán y el soviet español, ha criticado que el informe histórico en el que se basa la decisión está lleno de conjeturas y no incluye las pruebas que supuestamente implican a Juan de la Cierva en el golpe del 36 más allá de su labor de asesor aéreo. Afincado en Londres, el murciano medió para el alquiler del avión Dragon Rapide, pero ni siquiera se ha podido probar que supiera para qué iba a ser usado o que conociera en su vida a Franco. Dado que no se trata de un debate historiográfico o de un congreso donde se puedan aventurar teorías, Villa reclama pruebas claras para dictar una sentencia tan cruda.
Otra cuestión dudosa es que la ley pueda afectar a un civil que no participó directamente en el levantamiento militar y que murió pocos meses después. El texto legal hace referencia solo a las personas que participaron en la sublevación militar, no a la posible acción de conspirar o de lanzar críticas contra la República. Los republicanos conspiraban y ponían a caer de un burro al rey, tanto como los monárquicos conspiraban para que el rey recuperara el trono. Eso entra dentro de la lógica política del periodo.
Después de tantas sentencias que han revocado la retirada de símbolos, está claro que la ley de Memoria Histórica requiere una revisión del texto para acotar mejor a quién debe afectar y cómo se debe determinar qué personajes pasan el corte. Lo primero que hay que resolver, en mi opinión, es esa equiparación tan sumaria entre quienes participaron en el golpe, quienes combatieron en la guerra y quienes tomaron parte activa en la represión franquista. No ver los matices entre los tres grupos es profundamente antihistórico.
Muchos de los militares que se levantaron en 1936 lo hicieron al grito en ese momento de ¡viva la república! y creyendo que era posible salvar este sistema de gobierno con un pronunciamiento militar, como los tantos que se habían dado antes en España. Si quitáramos el nombre de golpistas del callejero español, nos quedaríamos sin memoria decimonónica e Isabel II sin ministros… Asimismo, combatir en la guerra no significa automáticamente ser un criminal de guerra, entre otras cosas porque muchos no lo hicieron de forma voluntaria y que, tal y como está redactada la ley, también se incluyen a republicanos en esta categoría, lo cual aumenta la confusión.
Y, desde luego, ni el levantarse en armas ni el combatir con ellas puede ser igual de grave que la represión franquista posterior o las ejecuciones sumarias que tuvieron lugar en la zona republicana durante el mismo conflicto, asesinatos a sangre fría, que curiosamente evita mencionar la ley. La chapuza debe ser enmendada.
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