Asunción de la Iglesia Chamarro | 26 de julio de 2021
La ilusión liberal lo será en sentido positivo de esperanza y continuidad si se acierta a diseñar una adaptada distribución del poder entre distintos órganos o instancias y se mantienen operativos con eficacia fiscalizadora los sistemas de control.
El futuro de la democracia constitucional en España se debate entre mitos, transformaciones y erosiones, deslealtades y reivindicaciones de un proyecto constitucional adaptado a los tiempos. Trasladada la cuestión general de la jornada ¿es una ilusión la democracia constitucional española? o ¿cómo legar a las generaciones siguientes un modelo de democracia constitucional fuerte? La respuesta en términos desiderativos es que el futuro debe ser más y mejor democracia constitucional; pero eso requerirá revisar, corregir y actualizar elementos estructurales, pero también y fundamentalmente operativos, especialmente en lo que respecta al control del poder.
Algunos elementos de esa crisis son comunes a la evolución de las democracias constitucionales que, tras dos siglos de profundas transformaciones sociales, apenas se han tenido reflejo en la arquitectura de poderes; algunos mantras constitucionales de hace doscientos años se conservan como incontestables cuando están cerca de convertirse en fórmulas huecas; otros, se han precipitado como consecuencia de los que Lasalle refería como «factores reales de poder» o por la integración en entidades supranacionales y, otros, son fruto de la erosión generada por una praxis constitucional deteriorada o abiertamente contraria al espíritu de la norma constitucional. Analizada ya en intervenciones anteriores la cuestión de la democracia liberal desde la perspectiva del demos o los sujetos del proceso político, se hacen aquí unas consideraciones sobre el cómo, el procedimiento y la organización y control del poder propios de la democracia liberal.
Una primera observación permite advertir una desviación en dos planos del modelo teórico y práctica de poderes. Y es que la estructura organizativa clásica de la división de poderes en Legislativo, Ejecutivo y Judicial hace décadas que está desdibujada en el plano funcional, especialmente en los dos primeros elementos de la tríada. La distinción orgánica y la atribución de funciones entre Parlamento y Gobierno, teóricamente clara en los textos, tiene una práctica de confusión en la realidad; la transformación social y del sistema de partidos y la evolución del sistema de gobierno parlamentario -de colaboración a confusión de poderes en el Estado de partidos-, limita las diferencias a procedimientos decisorios en distintas sedes, pero no a diferentes sujetos reales de la decisión; y de la confusión, el riesgo, si se anulan los elementos de control y procedimentales, se degenera en sistemas de concentración.
Por otra parte, a las fuentes tradicionales se han sumado nuevas, producidas a nivel supranacional o ajustadas al soft law. En el conjunto, sin espacio para el desarrollo de la idea, se percibe un abismo entre la realidad de las fuentes y el diseño constitucional. Esto se pone de manifiesto en la creación de normas jurídicas, pero también en las decisiones de suprema administración política en todas sus dimensiones. En lo que se refiere a la función legislativa, aparte de la conocida tendencia agudizada en los últimos tiempos de recurrir al gobierno por decreto, ¿puede negarse que es el Ejecutivo quien lidera de facto la función legislativa de los Parlamentos y elige el modo de presentar la iniciativa en función de la vía de trámite que interese? En este punto, la reflexión que se impone es repensar el sistema de creación de normas jurídicas, desde los principios que deben inspirar la creación de normas de calidad, pero que se ajusten a la realidad del siglo XXI.
Los silencios, intervenciones muy demoradas o forzadas de quienes tienen encomendada la función de defensa de la Constitución dejan la democracia constitucional a la deriva de los vientos políticos
Si el anterior es un punto de reflexión que lleve a actualizar las fuentes de creación del Derecho, evitando la confusión y la concentración de poder en los Ejecutivos, no menor riesgo presenta que el Gobierno, además de «señor de las fuentes», pretenda convertirse en «señor de la Justicia». El control jurisdiccional y la independencia de los jueces son principios irrenunciables, cierre y garantía de la democracia constitucional. Presentan hoy sus propios riesgos, a saber: la falta de independencia judicial, sea por carencia en el oficio, injerencia composicional o en los órganos de gobierno de los partidos de modo tal, que lleguen a comprometerla o anularla, a través de intromisiones arbitrarias en la función o en sus efectos, así, por ejemplo, a través de la utilización del derecho de gracia mal entendido. La democracia constitucional española ha sido advertida recientemente por Europa del riesgo de comprometer la independencia judicial y de la necesidad de protegerla para evitar una deriva incompatible con la misma democracia constitucional.
Por último, la democracia constitucional se articula en un sofisticado sistema de división de poderes y controles (checks and balances). Antes, la primera división, además de la funcional, es la distingue entre poder constituyente y poder constituido. El control de la constitucionalidad (defensa de la Constitución) que garantice eficaz y oportunamente que los poderes actúan en el marco de la Constitución es vital para la supervivencia de la democracia constitucional. Los silencios, intervenciones muy demoradas o forzadas de quienes tienen encomendada la función de defensa de la Constitución (Tribunal Constitucional) dejan la democracia constitucional a la deriva de los vientos políticos. Un control desaparecido, tardío, no ejercido o impedido es, inevitablemente, un mecanismo de erosión seguro de la democracia constitucional. Otros controles (previos, facultativos, técnicos, políticos-parlamentarios y por supuesto el jurisdiccional) son claves en la democracia constitucional.
La ilusión liberal lo será en sentido positivo de esperanza y continuidad si se acierta a diseñar una adaptada distribución del poder entre distintos órganos o instancias (también territoriales) propia de los tiempos y se mantienen operativos con eficacia fiscalizadora los sistemas de control. Fuera de estas exigencias, la democracia constitucional transitará de ilusión a ilusoria.
De la desilusión liberal viene el entusiasmo populista. Esta pasión política puede servir para que se atiendan demandas silenciadas; pero se convierte en una amenaza a la democracia misma al transformarla plebiscitariamente en un autoritarismo que se califica de democracia del pueblo.
Puedo imaginar un futuro sin democracia liberal, pero no un futuro donde la respuesta a los problemas que se planteen no consista en volver a las esencias de la democracia liberal.