Manuel Álvarez Tardío | 26 de julio de 2021
En España, como en otras partes, desde hace algo más de una década, la oportunidad del populismo ha llegado en paralelo a la demolición intelectual y mediática, antes que social, de los fundamentos liberales de nuestra democracia.
En los últimos años se ha hablado y escrito mucho sobre populismo en España. Y no sólo por la situación doméstica. También para referirse a otros contextos europeos, por no hablar de la relación estrecha entre el deterioro de la democracia liberal y las repúblicas presidenciales en el centro y sur de América. En el caso español, el término se coló en el debate público con la irrupción de una nueva oferta partidista tras la instrumentalización del 15M y su impacto mediático y político, todo esto ambientado por los estragos de la crisis financiera.
Pero ni todo es populismo ni es sencillo delimitar el contenido semántico de un concepto tan escurridizo. Es sabido que, dependiendo de los contextos históricos y de quienes lo utilizan, el término populismo ha gozado de reputaciones cambiantes. Sin necesidad de ir muy atrás, en los años ochenta del siglo XX, en plena reconstrucción de la derecha española después de la Transición, en los debates y documentos de Alianza Popular la palabra «populista» no se utilizaba con connotaciones negativas, sino para referirse a la necesidad de reformar el partido y proyectarlo hacia un electorado más amplio.
Sin embargo, en tiempos recientes, populista se ha considerado al nuevo partido Podemos, generalmente en tono peyorativo y para referirse, entre otros aspectos, a su propósito de reducir la realidad a un simple pero determinante enfrentamiento entre la elite y el pueblo, con el segundo luchando por la «democracia real» y la primera, representada por la casta del bipartidismo, defendiendo un «régimen del 78» perpetuador de la hegemonía «neoliberal». Asimismo, durante un cierto tiempo, un sector fundacional de Podemos, de vinculación universitaria y claras conexiones con los cócteles ideológicos de la izquierda posmarxista iberoamericana, apeló a la oportunidad populista en términos que se pretendían positivos y hasta revolucionarios en el medio y largo plazo.
A veces se señala que el populismo es, fundamentalmente, un estilo de hacer política. No sería tanto el contenido ideológico como la forma de ejercer el liderazgo lo que acercaría a determinados dirigentes democráticos a la peligrosa senda de la demagogia populista. Pero eso es una caracterización que se antoja insuficiente. No son las muecas las que hacen al populista, aunque un dirigente democrático pueda tener de vez en cuando la tentación de actuar en clave populista.
El populismo es parte intrínseca de la política democrática moderna. Es, en cierto modo, el precio a pagar por la democratización de sociedades con millones de votantes convencidos de que la participación les permitirá reducir la inseguridad y moldear una sociedad armónica. La democracia, entendida como representativa, liberal y constitucional, conlleva la firme garantía de que el acceso al poder no se hace mas que por medio de elecciones disputadas, a la vez que se habilitan poderosos instrumentos institucionales para frenar el poder de las mayorías. Si el incentivo más poderoso es ganar unas elecciones que abran la puerta al poder, la tentación de recurrir a herramientas y tácticas populistas es inherente al juego democrático.
El populismo es, así, un componente de la democracia que puede aparecer en dosis mínimas, nada peligrosas y propias de la lucha por el voto popular, o bien en dosis más elevadas, que desprestigian las instituciones, simplifican la realidad y conllevan una notable e inquietante manipulación de la ciudadanía, además de incentivar los hiperliderazgos y minar la confianza en la política parlamentaria. Lo segundo forma parte del riesgo de despotismo democrático que describió Tocqueville.
Llegados a este punto, la explicación del auge populista en la España reciente, primero en la izquierda posmarxista y más recientemente en la derecha vociferante, se explica más por un debilitamiento de lo que la democracia debería ser en tanto que liberal y constitucional que por las condiciones ambientales que la hacen posible. Hay, en cierto modo, una relación de proporcionalidad inversa entre los componentes liberales y pluralistas de la democracia y el populismo. Cuanto más se debilita la arquitectura liberal clásica de nuestras democracias, esto es, los frenos institucionales de un poder omnímodo en tanto que elegido, más se ensancha la ventana de oportunidad que alimenta los liderazgos populistas.
En ese sentido, lo que a veces se señala como causas del populismo (crisis financiera, corrupción partidista, agotamiento de las ideologías clásicas, exceso de europeísmo tecnocrático, auge del nacionalismo identitario, etc.) son sólo condiciones de oportunidad. Lo que resulta decisivo en la irrupción de opciones populistas es el debilitamiento de la vertiente liberal de las democracias, empezando por la renuncia de muchos ciudadanos a ejercer su libertad individual con plena responsabilidad y como garantía de una sociedad pluralista no planificada.
Las democracias occidentales modernas posteriores a 1945 fueron el fruto de una combinación medida y frágil de arquitectura institucional liberal y propósitos de reforma social y bienestar. Eso que se ha llamado consenso de postguerra. Dicho con nuestro lenguaje constitucional, Estados de derecho que además de democráticos eran sociales. Aunque a partir de 1990, con la caída del bloque soviético, se habló a menudo de una superación de las luchas ideológicas y una hegemonía liberal indiscutible -léase el fin de la historia del que habló con éxito notable y no poca polémica Francis Fukuyama-, desde principios del nuevo siglo emergió una corriente de deslegitimación del contenido liberal de las democracias occidentales. El rebrote del nacionalismo, la crisis provocada por las expectativas frustradas de crecimiento irreversible del bienestar y el endeudamiento masivo de las cuentas públicas, las reacciones contra el aumento de la movilidad geográfica y el desmantelamiento de fronteras en el terreno financiero y comercial, la feroz competencia del sureste asiático, entre otros factores, coadyuvaron a un discurso crítico con lo que, despectiva y frívolamente, se llamaba ola neoliberal.
Así, en España, como en otras partes, desde hace algo más de una década, la oportunidad del populismo ha llegado en paralelo a la demolición intelectual y mediática, antes que social, de los fundamentos liberales de nuestra democracia. No pocos periodistas se sintieron atraídos por las demandas de más democracia, con los ridículos eslóganes del tipo «Democracia real ya» y la denuncia del bipartidismo, so pretexto de haber encontrado el bálsamo que, de un día para otro, por arte de una renovación puramente generacional de las elites políticas y una fragmentación de la oferta partidista, nos llevaría hacia una democracia más pura, más social y más participativa. Lo que estaban haciendo era contribuir, en muchos casos desde una ignorancia biempensante, en otros desde una convicción antiliberal arraigada, a una demolición de la confianza en la democracia como un sistema de frenos para evitar cualquier abuso, incluyendo el del «pueblo».
Atacando a la democracia por «irreal» y corrompida no se ponían las bases de una democracia más liberal, esto es, más fortalecida institucionalmente para impedir la concentración del poder y, por tanto, disminuir la corrupción. Lo que se hacía era confundir adrede los fallos de acoplamiento de un sistema todavía joven con un impedimento estructural del mismo, y poner en su lugar otra cosa. El resultado fue una crisis relativa de confianza en la democracia representativa, liberal y pluralista, que algunos medios y parte de los nuevos actores políticos contribuyeron a engordar.
El populismo encontró así su momento. Y la receta que propuso encandiló a no pocos españoles. Porque no se les pedía que ejercieran su responsabilidad personal; no se les reclamaba un ejercicio más exigente de su libertad individual en un momento de crisis. Al contrario, se les prometía lo que siempre augura un populista en un entorno de competencia electoral: una sociedad más uniforme, más felizmente cerrada sobre sí misma y, por tanto, aparentemente más previsible y segura. Porque el enemigo principal de toda estrategia populista es el pluralismo tal y como siempre lo ha entendido la tradición política liberal, sin la que, se diga lo que se diga, no habría democracia representativa.
Carlos Gregorio Hernández & David Sarias
Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa demuestran cómo la presión y el fraude fueron un factor fundamental para que el Frente Popular obtuviera el poder tras las elecciones republicanas de 1936.
El desmantelamiento de los principios liberal-constitucionales no se produce en un solo momento, a través de un golpe de estado o de la suspensión de la Constitución, sino que tiene lugar de manera gradual.