Daniel Berzosa | 10 de agosto de 2021
El derecho a la salud no puede cancelar el derecho a la intimidad. Al margen de las exigencias de la especial protección de la cesión y el tratamiento de los datos de salud; la imposición del «salvocoviducto» establecería un registro general de españoles vacunados y no vacunados.
El virus chino va camino de adquirir la condición de estado de la materia y hasta del espíritu. Algo así como los estados sólido, líquido y gaseoso, que aprendimos en el colegio un maravilloso día; pero interiorizado con un sesgo de temor. Todo es materia dentro y fuera de nosotros; aunque no sea en la misma forma. Hasta el alma, sede del espíritu, se adhiere temporalmente a aquélla. Y así parece suceder con el regalito de la COVID 19, después de año y medio oficial de «neumonía viral» desatada desde Wuhan al mundo. Probablemente y en realidad, camino de los dos años; pues los primeros contagios se han datado en noviembre de 2019.
Sigue sin poder decirse que es una pandemia pasajera, ni mucho menos que está bajo control. Sus sucesivas y, hasta el momento, imparables mutaciones, pese a las voluntariosas investigaciones médica y farmacéutica, se han añadido como lastre entristecedor de la nave de nuestra existencia.
Ello, según los pronunciamientos de las autoridades oficiales y vistas las constantes intervenciones gubernamentales, justificadas o no, proporcionadas o no, útiles o no —éstas son otras cuestiones—, con las consecuencias sociales que han generado, causan y van a seguir ocasionando en todos los órdenes de nuestras vidas, individuales y colectivas, en lo privado y en lo público, de norte a sur y de este a oeste.
Y ahora, además de estar a la espera de la llamada variante delta con el capote o el portón cerrado, y de las hipotéticas nuevas medidas de policía sanitaria y psicología de masas, estamos en España, patria querida, charlando en la plaza pública sobre la introducción —obligatoria, claro es, si no, no habría problema alguno— de un salvoconducto, «salvocoviducto», que se obtendría previa vacunación, también obligatoria —ídem— para, en primera instancia, acceder a recintos cerrados de tapeo, manduca y esparcimiento y, como derivada inseparable, obtener un registro de toda la población en función de su estado vacunal.
La inspiración de la medida parece proceder del certificado COVID digital de la Unión Europea (el conocido como «pasaporte COVID») y del justificante («certificado o carné») de vacunación, expedido por las Comunidades Autónomas. En ambos casos, no es obligatorio, sino que debe solicitarlo el interesado.
El documento europeo, en vigor desde el 1 de julio, acredita que una persona ha sido vacunada, se ha realizado una prueba con resultado negativo o se ha recuperado del virus chino, y, con que cumpla una de las tres condiciones, puede viajar sin limitaciones adicionales entre los Estados de la Unión.
En España, ninguna vacuna de la clase que sea es obligatoria, ni voluntaria. Y menos obligatoria puede ser cuando no hay dosis para todos, como se ha reconocido por las autoridades y productores
El documento autonómico, que no sirve para viajar por la Unión Europea y es distinto en cada Comunidad Autónoma —¡ay, España troquelada!—, pone en código QR en la web de la consejería de Sanidad o en la App del sujeto, si se la ha descargado, cuándo se ha vacunado, con qué clase de antígeno y si la dosis está completa.
Constatado que la gestión de los poderes públicos consiste en verlas venir, ir al trán trán, poniendo remiendos por donde se va desgarrando el ropaje, y similar el progreso de los laboratorios de investigación (ahora oímos que no son completamente efectivas las vacunas, que ni siquiera hay suficientes, que se necesita una tercera dosis, etc.), y, dado que son medidas orientadas a evitar la diseminación del contagio de la pandemia china, que más parece una maldición que va a cambiar las vidas occidentales, desterrando las huellas del genio de la Grecia clásica, la constitución de la República romana y la predicación de san Pablo en Atenas y en Roma, frente al modo del Imperio del Centro, suenan a iniciativas razonables para la gente corriente y es sencillo invocar la solidaridad como fundamento para su aceptación.
El núcleo de la cuestión reside en la obligatoriedad de la vacunación, la espada sobre la intimidad y el tratamiento de datos personales. En el caso concreto de España, el profesor Carlos Flores Juberías lo ha resumido en su artículo «Certificado Covid: lo que puede y lo que no puede ser».
Con carácter elemental, en un Estado Constitucional, toda limitación de derechos siempre debe acometerse de forma restrictiva, sobre el menor número de personas posible y por el tiempo imprescindible.
Además, en España, ninguna vacuna de la clase que sea es obligatoria, ni voluntaria. Y menos obligatoria puede ser —añado— cuando no hay dosis para todos, como se ha reconocido por las autoridades y productores. Pues, en caso de imponerla, se sumaría una situación flagrante de discriminación, al ser accesible solo para algunos.
Solo por el primer motivo indicado, no es posible convertir una vacunación en el único salvoconducto para el disfrute de derechos, sino que deben contemplarse igualmente otros posibles métodos. Y, máxime, si se advierte lo segundo que he señalado.
En fin, el derecho a la salud no puede cancelar el derecho a la intimidad. Al margen de las exigencias de la especial protección de la cesión y el tratamiento de los datos de salud; la imposición del «salvocoviducto» establecería un registro general de españoles vacunados y no vacunados. Con las implicaciones sobre la intimidad que acarrea y el aspecto clave de controlar al gestor de tan sensible información.
Aun cuando todos los poderes legislativos y ejecutivos del Estado, central y autonómicos, estuvieran de acuerdo en implantarlo y argumentaran que se trata de la salud pública, y contaran con el favor de los medios partidarios y la mayoría social, si no pudieran aportar una justificación científica imbatible, fijar una delimitación de orfebre de las consecuencias del requisito y del tratamiento y uso de los datos recopilados, y asegurar el acceso universal a la vacuna, es altamente probable que los tribunales (en el momento en que escribo estas líneas, me cuentan que acaba de suceder en el Tribunal Superior de Justicia de Cantabria al igual que en el de Andalucía), el Tribunal Constitucional y cualquier instancia preservadora de los derechos humanos declararan el «salvocoviducto» respectiva y sucesivamente antijurídico, anticonstitucional y violador de los citados derechos.
Todo esto, por supuesto, siempre que no se haya asumido el virus chino como un estado de la materia, el espíritu y la existencia, y generalizado la interpretación de las cosas según el modo del Imperio del Centro o de cualquier totalitarismo de origen occidental, distópico o ya padecido.
La ineficiencia evidenciada por la UE en la compra y distribución de vacunas anti-COVID-19 para los 27 países miembros debería, al menos, dejarnos alguna lección.
Es el momento de dar un paso hacia la normalidad total. El avance de la vacunación y la situación epidemiológica nos lo permiten. Quedan meses de convivencia con el virus, pero no debemos concederle que nos amargue la vida más de lo estrictamente necesario.