Aquilino Duque | 29 de agosto de 2021
Si pongo juntos sus dos nombres es porque, por debajo del posible gesto de caballerosidad hacia un presunto adversario, hubo posiblemente una inefable afinidad estilística en la común devoción por el Poeta de la Raza.
En el año de 1960 tuve ocasión de asistir en el Instituto de Cultura Hispánica a un homenaje al poeta José Hierro. Por aquellas mismas fechas más o menos, Hierro obtenía el pingüe premio de literatura recién creado por la Fundación Juan March al que, entre otros, aspiraba Dámaso Alonso. El prestigio que Hierro traía de Santander había ido a más en los círculos artísticos madrileños, como uno de los mejores poetas de una promoción en la que brillaban Celaya, Nora, Crémer, Otero, Bousoño, García Nieto, Valverde, Morales, Maruri (luego fray Casto del Niño Jesús) o «el mínimo y dulce Leopoldo de Luis», tenaz jardinero de flores naturales. Hierro no era solo un poeta de nota, sino un magnífico conferenciante y uno de los más agudos críticos de arte del momento, y tenía su base de irradiación en el Ateneo, donde en un par de ocasiones tuve el privilegio de que me invitara a leer poesías mías o ajenas.
El homenaje de Cultura Hispánica venía a ser un reconocimiento y una confirmación de la espléndida labor cultural desplegada por el poeta desde que llegara a Madrid de la mano de Florentino Pérez Embid. Tan importante fue aquel homenaje que, cuando estaba a punto de dar comienzo, apareció en el escenario del salón de actos, con sorpresa general pues no estaba previsto en el programa, el mismísimo director del Instituto que, con palabra fácil y elegante y con aquel ademán tan suyo de juntar las manos cerradas sobre el pecho y abrirlas en cruz con las palmas extendidas, hizo un elogio elocuente y cordial de la poesía en general y del poeta que en aquel acto la encarnaba. Era don Blas Piñar y fue aquella la primera impresión que tuve de él.
Lo que yo no sabía era que don Blas perteneciera a la secta de la «poesía secreta», aunque debo decir que el descubrimiento no me sorprende demasiado; es más, me retrotrae a los tiempos de Cultura Hispánica y al homenaje a Hierro al que acabo de referirme. Y es que la impresión que da en sus versos es que sus modelos de imitación, las lecturas juveniles que formaron sus gustos y sus preferencias, no pasan de Gabriel y Galán y de Rubén Darío. Y es ahora cuando entiendo su interés en sumarse a aquel homenaje a José Hierro, uno de los pocos poetas contemporáneos que acusa la influencia del nicaragüense y que confiesa que el devocionario poético de su infancia era El alcázar de las perlas de Francisco Villaespesa.
Las vanguardias a partir del Ultraísmo constituyen en general una reacción contra el Modernismo. Juan Ramón, que, modernista en sus comienzos, es bisagra y puente, emplea alguna vez en tono peyorativo el adjetivo «rubendarioso», y Lorca comenta el verso de Rubén sobre Verlaine «que púberes canéforas te ofrenden el acanto» diciendo que la única palabra que se entiende es «que»; del peruano Santos Chocano llegó a decirse que era «la Marcha Triunfal con altavoz». De todos los poetas del 27 es Rafael Alberti el único que, de modo deliberado, acusa la influencia de Rubén, influencia que no vuelve a notarse hasta que resulta patente en el poeta de la Quinta del 42, sobre el que no deja de desteñir Gerardo Diego, el otro del 27 abierto desde el primer momento a las corrientes trasatlánticas. Entre los poetas más jóvenes, están el barcelonés Enrique Badosa y el ruteño Mariano Roldán, recientemente fallecidos, el último en circunstancias más bien trágicas, los únicos prácticamente que han utilizado el metro eneasílabo como lo ha hecho Hierro. Latinistas los dos, excelentes traductores de Horacio y de Lucano, versifican con una riqueza métrica que no se reduce al número de sílabas del verso, sino que se extiende a la distribución en él de los acentos y a la sabia combinación de sílabas largas y cortas.
Lo mismo cabe decir de Hierro. Lo mismo de Blas Piñar, sobre todo en sus poesías más juveniles. No tengo inconveniente en suponer a estos últimos la formación latina de los otros dos, pues de lo contrario no se explicaría esa métrica y esa rítmica de pies que aflora en muchas de sus composiciones. La poesía de Blas Piñar tiene tres temas fundamentales: el heroico, el galante y el místico y, si hubiera que resumirla en un sentido único, yo diría que es una poesía de salvación. Para un católico romano, la salvación propia no basta si no le acompaña en ella el prójimo, tanto el próximo como el lejano, de suerte que una salvación que no puede serle ajena es la salvación de la patria.
Tal vez fuera un capricho del azar la adhesión desde arriba al homenaje a José Hierro, un poeta más o menos de su edad, pero de trayectoria vital no digamos distinta, sino contrapuesta a la suya. Y si pongo aquí juntos sus dos nombres es porque, por debajo del posible gesto de caballerosidad hacia un presunto adversario, hubo posiblemente una inefable afinidad estilística en la común devoción por el Poeta de la Raza.
Sin la práctica continua (intelectiva, afectiva y rememorativa), el conocimiento no perdura. No sólo somos lo que hacemos. Hacemos también lo que llegamos a ser.
La gran venganza es una lección magistral de historia contemporánea que va desde la proclamación de la Segunda República hasta estas fechas, en que nos encontramos en una situación que cada vez se parece más a la que dio pie a la Guerra Civil.