Javier Redondo | 13 de septiembre de 2021
Durante seis meses, una de las funciones básicas del Parlamento -el control del Ejecutivo- quedó suspendida o al arbitrio de Sánchez, que decidía cuándo y qué se le auditaba.
Antes de la pandemia, el presidente Sánchez ya había dado sobradas muestras de que no le gustaban los miércoles y que su relación con el Parlamento es esquiva. Le parecía engorroso someter su gestión a supervisión parlamentaria y que sus socios en la Cámara le sacaran los colores; mucho más desde que Rivera exhibiera por sorpresa el pastiche que Sánchez depositó como su tesis y le afeara que ni la escribiera ni la leyera. A Sánchez le provoca cierto sonrojo rutinario y luego complacencia escuchar las broncas sedosas de Rufián, que apenas contiene un lamparón marca de la casa para gozo de su claque; si bien Sánchez hacía, hizo y hace oídos sordos a las palabras de Casado y mostró desdén hacia su mano tendida cuando peor pintaba la situación, cuando la morgue en el Palacio de Hielo, cuya foto tanto encorajinó al Gobierno.
No se olvide que el primer debate parlamentario para convalidar y prorrogar el estado de alarma fue un monográfico sobre los «recortes» del PP. Sánchez, en su afán retrospectivo, se opuso a la Oposición y Errejón dijo aquello de que había muerto un autobusero desprotegido en Madrid. No era verdad. Pero desde la moción de censura, en 2018, la verdad es anecdótica; así lo ha expresado Marlaska a propósito de la denuncia falsa que puso un joven temeroso y/o emocionalmente inestable: la patraña «es algo anecdótico» que no cambia las cosas. La segunda alarma, en octubre de 2020, tampoco las cambió demasiado, simplemente incidió en la inclinación «cromwelliana» de Sánchez, que tampoco tiene por ahora en mente convocar un debate sobre el estado de la nación.
El Tribunal Constitucional declaró inconstitucional el primer estado de alarma básicamente por dos razones: en primer lugar, una exigua mayoría de magistrados consideró que el Gobierno suspendió derechos fundamentales, no sólo limitó su ejercicio; de modo que la alarma no era el instrumento adecuado. La figura precisa, según seis miembros del TC, era la excepción, que requiere autorización previa del Parlamento y no puede prolongarse más de 60 días en dos plazos de 30. Pueden entenderse en primera instancia las prisas del Ejecutivo, lo que se comprende peor es la machacona insistencia en sortear al Parlamento, la porfía en la reivindicación del cesarismo. En el fondo, Sánchez se considera ungido por las bases de su partido y el resto de la izquierda y nacionalistas, bases que considera suficientes como para no rendir cuentas ante la Oposición y la opinión pública. En segundo término, El TC reprochó al Ejecutivo precisamente que eludiera el control parlamentario.
El Constitucional recuerda que la vigencia del estado de alarma no exime al Gobierno de convalidar en el Parlamento cualquiera otros decretos relacionados con ella y, sobre todo, reprocha al Ejecutivo que se reservara la posibilidad de «modificar», «ampliar» o «restringir» lo establecido en el decreto original. Cualquier alteración, subrayan los magistrados, debe dar lugar a debate parlamentario y, en su caso, a un nuevo decreto. Estos mimbres en el fallo del pasado julio apuntan a que el TC tumbará también el segundo estado de alarma, como avanzó la semana pasada el periodista Manuel Marín en ABC.
El segundo estado de alarma tuvo dos peculiaridades añadidas, con consentimiento tácito del PP, que se abstuvo en la votación de la convalidación, modificación y prórroga. El decreto del 20 de octubre obligaba al ministro de Sanidad, ya precandidato del PSC -por eso cerró Madrid con una orden ministerial que no firmó- a comparecer cada 15 días en caso de prórroga. El presidente hacía mutis por el foro; de Illa nunca se supo y de Carolina Darias, sólo muy al final.
Con el decreto de renovación del 4 de noviembre Sánchez se dejó de melindres: seis meses de semi clausura parlamentaria y, si acaso y lo consideraba necesario o estuviera de humor, cada dos meses se pasaría por allí, calculadamente, para hablar de vacunas y fondos europeos. Durante seis meses, una de las funciones básicas del Parlamento -el control del Ejecutivo- quedó suspendida o al arbitrio de Sánchez, que decidía cuándo y qué se le auditaba. Además, el final del estado de alarma coincidía con el plazo dado para aprobar el reparto de fondos, decreto al que amablemente contribuyó Vox para que Sánchez se diera otro paseo por sus nubes.
La segunda peculiaridad de la segunda alarma que previsiblemente tumbará también el TC tiene que ver con el desgaste político que generó el primero. En el verano de 2020 Sánchez decidió que se quitaba del medio en la gestión y delegó en las autonomías la iniciativa y aplicación de las medidas. El magistrado ponente, Antonio Narváez, sostiene que el Gobierno no podía delegar la iniciativa de las medidas a adoptar en las comunidades autónomas pues las restricciones de libertades sólo las puede decretar el Ejecutivo, no limitarse a autorizarlas. El Gobierno lo sabía y desliza el punto 1 del artículo 2 en el decreto, que es insuficiente a estos efectos. De modo que el ingenio de la «cogobernanza» no sólo era un golpe de efecto, sino un artilugio defectuoso, un trasto incompatible con la declaración del estado de alarma, que resultó a su vez, en su segunda entrega, otra demostración, ostentación y exceso de bonapartismo. El Gobierno despachó la pandemia y casi 300 días de gobierno -dícese representativo- con el Parlamento en sombra.
Lo importante para un Gobierno experto en levantar castillos en el aire es convencernos de que, en un futuro cercano y solo gracias a Sánchez, aquí habrá vacunas para dar y tomar.
Las circunstancias que se están viviendo hacen más importante que nunca que el Parlamento controle la acción del Gobierno. No es entendible que el Congreso permanezca cerrado y los diputados no alcen la voz.