Juan Pablo Colmenarejo | 14 de septiembre de 2021
El centro derecha tiene una tradición mucho más consolidada que la izquierda a la hora de crearse problemas para estropear lo que va bien.
Hay gobernantes con la costumbre de separar los problemas en dos montones diferentes. En uno, los problemas necesitados de tiempo para su solución. Y en el otro, aquellos problemas que solo el tiempo solucionará. Durante el marianismo, la quietud del presidente sacaba de las casillas, ponía de los nervios y exasperaba especialmente a los propios. A los extraños, don Mariano, les aplicaba la legislación vigente de su indiferencia.
Rajoy tenía una admirable habilidad para minimizar situaciones, relativizar los problemas y aparentar calma cuando las pasaba canutas como, por ejemplo, en lo peor de la crisis del euro. Sus recetas resultaron eficaces para determinados momentos, pero como se ha visto, en el plazo largo improductivas electoralmente. El estilo de Rajoy evitaba la confrontación, no alimentaba la polarización política y transmitía calma. Nunca pensó que un electorado tan fiel como el del PP entendería a la primera su desprecio a liberales y conservadores. Convirtió al partido en una máquina inerte, pragmática y desideologizada. El programa electoral de 2011 pasó a mejor vida frente al objetivo de evitar el rescate por parte de la Unión Europea. Rajoy se refugió en las tablas de la economía y se olvidó de todo lo demás.
En el primer semestre de 2018, antes de la moción de censura, la encuestas en poder del PP le situaban en tercer lugar detrás de Ciudadanos y el PSOE. VOX ya aparecía en el radar. Rajoy no quiso anticipar las elecciones para evitar la moción de censura. La forma de actuar de Rajoy, tanto por su manera de ser como las circunstancias, afectó a la vida interna de su partido. No es que pasara a un segundo plano. Simplemente se diluyó, dejando hacer, a unos y a otros.
El caso más llamativo, en la etapa de Rajoy, tuvo a Alberto Ruiz Gallardón y a Esperanza Aguirre a ambos lados de una pelea que el presidente no interrumpió. Aguirre se hizo con el control del PP en Madrid y en la Moncloa se veía al PP madrileño como un mundo aparte. Dejó hacer, admitió que su partido se había fragmentado a imagen y semejanza de la España autonómica. Una partición que antes desmigó al PSOE al tener los gobiernos regionales tanto poder político como administrativo. Rajoy miró para otro lado dejando que el PP de Madrid tuviera vida propia. Buena parte de la fuerza de VOX en Madrid nace de aquel tiempo.
La desbandada se consolida tras a moción de censura, aunque comienza con fuerza en el otoño de 2017 tras los acontecimientos de Cataluña. El partido heredado por Casado no solo se parece a un sálvese quien pueda, sino que también a un puzle imposible de ordenar. La nueva dirección ha optado por hacerse con el poder desde las provincias, equilibrando el peso de los barones. De todos, menos de uno. Feijoó sigue trazando una raya, siguiendo la estela de Fraga que veía a la organización en Galicia como los socialcristianos de Baviera o los regionalistas de Unión del Pueblo Navarro.
La actual dirección del PP teme a Feijoó. Por eso tratan de controlar a Ayuso que aspira a ser tan respetada como el gallego. Los resultados del 4M impulsan y avalan a una dirigente política en ascenso. No ha tocado techo ni mucho menos: «Como mujer, se hacer dos cosas a la vez». Nada que matizar en un hecho más que comprobado, aunque hay excepciones entre los hombres. Por ejemplo, el alcalde de Madrid, Martínez Almeida. Ejerce de portavoz nacional del PP sin que se desdibuje su papel municipal.
Ayuso tiene el mismo derecho que Feijoó a presidir el PP en su región. Se ha anticipado nueve meses. Como en las elecciones autonómicas, ya ha ganado el marco mental y se ha colocado en la posición adecuada. Deberá hilar fino. El centro derecha tiene una tradición mucho más consolidada que la izquierda a la hora de crearse problemas para estropear lo que va bien. Con Sánchez cayendo a plomo en las encuestas, cualquier distracción del PP en asuntos domésticos se convierte en un cheque al portador. Casado no debería ni darle tiempo a este problema para solucionarlo, ni dejar que el tiempo lo solucione solo.
He aquí que el exitoso modelo tributario de Madrid es puesto en cuestión por algunos. Y, cuando vienen unas elecciones autonómicas, se ven obligados a combatir en un terreno en el que no querían combatir.
El jefe del Ejecutivo no tiene más remedio que gobernar con las cartas repartidas por su predecesor. Está obligado a elegir el aval europeo y el respaldo a la Constitución, aunque peligre el pacto con sus socios.