Guillermo Garabito | 14 de septiembre de 2021
Antes ser ministro tenía un prestigio notable y ahora el único motivo para aceptarlo que se me ocurre es no tener donde caerse muerto.
Para ser ministro en España hace falta sacar adelante una ley con tu apellido y hasta ese instante lo único que se ha estado haciendo es calentar el asiento. Ser ministro sin una ley a tu nombre es cómo que no te hubieran dado la cartera al jurar el cargo, como el Barça sin Messi o un Estrella Michelin sin esferificaciones. Hay ministros que no quitan el nombre del ministerio que está en letras doradas sobre el dintel y lo cambian por su apellido porque todavía no han caído en la posibilidad. Los ministros son los nuevos influencers y, como el BOE no tiene fotografías en las que mirarse, se preocupan más del Vanity Fair. Lo mismo te firman una ley mediocre que podrían poner su nombre para promocionar camisetas, pero ambas cosas las hacen con mucho progresismo.
Como los influencers, los ministros han hecho una marca de ellos mismos y el escaparate más cotizado es el ministerio de Educación. Sólo así se explica la Ley Celaá, esa aberración educativa que sigue la estela de los ministros del PP o antes de aquellos otros del PSOE. Porque el ministerio de Educación lo han convertido en un spa a donde llegan a descansar y con poco esfuerzo se hinchan de titulares.
España es una tómbola en la que te puede salir Iceta de ministro de Cultura o de Política Territorial, a la sazón lo mismo porque lo único que importa es el apellido. Cada ministro va al ministerio a vender lo suyo: Analfabetos –carne y caldo para populismos– a treinta años vista, espantar a la industria automovilística como se ha empeñado Teresa Ribera, o que las mujeres maltratadas tengan que ir a resguardarse bajo una farola morada… última ocurrencia de Irene Montero. Somos una tómbola en la que sólo se rifan desgracias. Y lo único que hace el votante es ir a comprar papeletas cada cuatro años muy democráticamente, eso sí.
Así ha cambiado España: antes ser ministro tenía un prestigio notable y ahora el único motivo para aceptarlo que se me ocurre es no tener donde caerse muerto. Han pasado de ser algo así como Los intocables de Elliot Ness a prestarse como protagonistas de un reality de esos en los que puedes llegar sin ser nadie y acabar en la portada de Vogue vestida por Balenciaga. Y al final, de paso, te regalan de recuerdo una ley a tu nombre.
Por eso Manuel Castells quiere que los alumnos puedan copiar con impunidad, esa será toda su aportación a las universidades españolas. Dice el de Podemos que los alumnos que copian demuestran ingenio y él quiere pícaros de vocación a su imagen y semejanza. Después de pasarse dos años sin dar un palo al agua, no iba a ser el único ingenuo que se marche de un ministerio sin ponerle a una ley su apellido.
Flaco favor ha hecho la ministra con sus vehementes declaraciones contra el llamado “pin parental” para seguir construyendo una relación confiada entre padres y escuela, algo básico en la educación de nuestros hijos.
Los ayuntamientos piden flexibilizar la regla de gasto a pesar de ser un factor clave en la reducción del déficit público.