Juan Milián Querol | 15 de septiembre de 2021
Igual que los indignados de Pablo Iglesias no quisieron proponer un proyecto sugestivo para toda la sociedad, tampoco lo harán los paranoicos de Pedro Sánchez. Y es que su único objetivo es dividir para vencer.
En 2010 un panfleto político escrito por el exdiplomático y activista francés Stéphane Hessel se convirtió en una suerte de libro rojo para la izquierda española. En poco más de 30 páginas el autor exhortaba a los jóvenes a indignarse, ya que el mundo andaba fatal y existían unos culpables. ¡Indignaos!: este era el título y la orden. La masa pseudorevolucionaria del 15-M fue reconocida como el «movimiento de los indignados». Fueron vendidas como novedosas fórmulas mágicas algunos brebajes caducados. Era el populismo de siempre, pero con smartphones y redes sociales.
Una década después la supuesta nueva izquierda, ya en el gobierno, le ha dado una vuelta de tuerca a la política sentimentaloide. Ha instaurado un mandato imperativo inverso: son los representantes quienes ordenan a sus representados qué deben hacer o, mejor dicho, cómo deben sentirse. La indignación de la masa electoral les condujo al poder y, ahora, tratan de mantenerlo sin tener que rendir cuentas. Por esta razón, ya no hay sindicatos que convoquen manifestaciones en contra de la subida de la luz, ni los partidos de izquierda ponen el grito en el cielo por la pobreza o el desempleo. No miran hacia el gobierno, aunque este haya protagonizado la peor gestión de la pandemia de todo Occidente. No, ahora el dardo populista apunta a otra diana. Cambio de papeles. Ahora el gobierno es puro y el pueblo, malvado; porque éste, vienen a decirnos, es machista, homófobo y anticatalán. La sociedad, pues, debe ser aleccionada y corregida por los ministros de Pedro Sánchez.
De este modo, la nueva orden ya no es «indignaos» sino «emparanoiaos». Sentid el miedo. Estáis rodeados de fascistas violentos. Necesitáis protección. Y aquí está el gobierno para regular, imponer, señalar o cancelar lo que sea necesario. En la pasada campaña electoral madrileña parecía que el fascismo hubiera llegado a las puertas de Madrid y que solo un frente de la izquierda podía frenar aquella marcha sobre la capital. Aquella estrategia de estrés inducido fracasó estrepitosamente. Los ministros, parece ser, ya no reciben balas ensobradas, ni amenaza alguna. Pero no hay rectificación. El uso partidista que el ministro Fernando Grande-Marlaska y sus aliados hicieron de la denuncia falsa del caso de Malasaña no es una anécdota. Es una sobreactuación calculada fruto de una estrategia consolidada.
Lo hemos visto también en Cataluña antes, durante y después del procés separatista. Las progresivas hipérboles acaban desembocando en mentiras descaradas. «Espanya ens roba!», clamaba el actual president en sus tiempos mozos. Ahora ambos gobiernos -catalán y español- se necesitan y cambian los sujetos del discurso. La actual Generalitat no apunta el dedo acusador hacia el gobierno de España, sino hacia una parte de la sociedad catalana, porque la lengua catalana, aseguran, está a punto de desaparecer. Agentes subvencionados observan a los niños en los patios de las escuelas y se rasgan las vestiduras al escuchar que hablan en castellano. Como profecía que se autocumple, sus supuestos defensores acabarán dañando la salud del catalán.
Esta manera de hacer política no resuelve los problemas, sino que los agrava, provocando un mal diagnóstico y, por lo tanto, una mala terapia. Dicen luchar contra la desigualdad, pero acaban formando guetos paranoicos y colectivos enfrentados. Igual que los indignados de Pablo Iglesias no quisieron proponer un proyecto sugestivo para toda la sociedad, tampoco lo harán los paranoicos de Pedro Sánchez. Y es que su único objetivo es dividir para vencer. Fragmentar la sociedad para seguir en el poder. Se autoproclaman moralmente superiores; aunque, en realidad, no les preocupa el qué, sino el quién.
Si la indignación emponzoñó aún más la política española, la paranoia hará lo propio con la sociedad
No les preocupa la veracidad de una denuncia; les ocupa contra quién pueden usarla. Es una versión barata del Black Lives Matter estadounidense. El entonces candidato Joe Biden aseveró que «si dudas entre Trump y yo, entonces no eres negro». Pidió disculpas. Aquí, la comunista Cristina Almeida afirmó que «si las mujeres mandásemos, hasta Díaz Ayuso, a lo mejor, era capaz de ser más mujer». Nunca pedirá disculpas. No les importa el qué, sino el quién. Ante unas mismas palabras o unos mismos actos, solo te cancelarán si no formas parte de su electorado. Así, en el marco mental del sanchismo, vacunar a quien no te vota es todo un ejercicio de magnanimidad.
Todo este sentimentalismo tóxico es un negocio electoral a corto plazo, pero será autodestructivo para sus promotores. La cuestión es saber ponerle freno antes de que se lleve por delante la convivencia social. El caso de Malasaña nos demuestra que la izquierda gobernante va con todo a la hora de imponer una corrección alejada de la verdad; una corrección que legitima la ignorancia y favorece la manipulación. Al impedir el análisis objetivo perjudican gravemente a quienes dicen defender. Al impedir el debate imponen la regresión. Nada hay más reaccionario que estos progresistas que cierran las mentes y apagan la razón. Si la indignación emponzoñó aún más la política española, la paranoia hará lo propio con la sociedad.
Antes ser ministro tenía un prestigio notable y ahora el único motivo para aceptarlo que se me ocurre es no tener donde caerse muerto.
Este 4M han hundido a Pablo Iglesias, lo han expulsado de la política y ahora veremos cómo suplica acomodo con Roures en el mundo del espectáculo.